1. Ahí
viene el viejo Greco
La mañana deja de ser
igual a otras cuando la piragua se asoma por la curva del
canal. Es un movimiento silencioso, allá dónde solía estar el muelle de la antigua estancia Nogales. Lito reconoce el esmalte bermellón del casco y a su
ocupante; don Greco. Su primera intención es mandarse a mudar, pero se queda a
esperarlo mientras se enreda en cálculos y se insulta por lo bajo. Las malas noticias viajan rápido, dicen. Entonces no hay a quién echarle la culpa. Él había tenido tiempo de sobra para anticiparse y se quedó en el molde. Cinco minutos le va
a tomar al viejo recorrer la distancia desde el recodo hasta el muelle. Lo que
antes fuera tedio y lentitud se vuelve urgencia. Dispone de ese margen
para decidirse.
Escupe en el agua y estudia
las telarañas abandonadas en las ramas de los álamos que se cruzan por arriba
del muelle. Hay dos en particular que son perfectas en su simetría. Los delgadísimos
filamentos resplandecen como rayas en un vidrio. Que venga y hablamos. No tengo
por qué hacer nada. Hablar solamente.
De pronto, las chicharras
arremeten contra el murmullo de la mañana dejando dos mitades irregulares de estridencia
en el aire. En el paraíso lampiño junto al alero del rancho, Ramoncito hace
payasadas en una rama y le llama la atención con los brazos. Cuando Lito lo mira
el chico le saca la lengua. Se cuelga boca abajo, a cuatro metros del suelo,
como un bicho canasto monstruoso. Ojalá que se caiga y se rompa el pescuezo, piensa
Lito, así su hermana se manda a mudar de una vez y lo deja en paz con sus
malestares.
Borracho grita
Ramoncito con alegría. Borraaaacho. La voz es puntiaguda y ligeramente retrasada.
Como todo en él.
Lito sonríe sin humor. Le
bastaría concentrarse en la nebulosa mental que rodea al chico para que una alucinación
descabellada cobre vida y lo aturda. El brazo izquierdo podría transformarse en
una babosa de piel veteada y repugnante por ejemplo.
—¡Verónica!
El pendejo arranca un
pedazo de corteza y se lo coloca entre los dientes. La sangre acumulada en la
cabeza hace que se le hinchen los ojos. Tiene la mirada llena de estupidez. Grita
de nuevo, estirando las vocales: Booorreeaaaacheeo.
Lito vuelve la vista hacia
el canal. La luz amarilla de la mañana se pega en la madera del muelle como si
algo se estuviera pudriendo en el tapiz del mundo. Hay olor a barro. Los
reflejos deshilachados de las ramas de los sauces ondulan en el agua y se
estiran para atajar la orilla. El viejo viene a proponerle algo que él no
quiere hacer. Saca un paquete de Jockey de la camisa y prende el pucho con aire
distraído. El humo le envuelve la cara y él piensa, con los codos apoyados en
la baranda, que estaba esperando este momento. Al mediodía va a hacer un calor insoportable
si sigue esta humedad. En la capital estará peor.
Sabe lo que puede pasar
si se equivoca. Pero Lito piensa como piensan las comadrejas: sin incertidumbre.
Le va a decir que no al viejo. Tiene planes para la noche. Quiere adueñarse de algunos
cachivaches que ha visto en las casas quinta del arroyo Correntino. Se ve subiendo
contra la marea nocturna en el bote. Lo imagina como un hecho casi consumado: los
remos silenciosos empujando el agua, los ojos achinados sopesando los brillos
escasos mientras saca cuentas en el aire, en la oscuridad que babea desde el
telón de casuarinas… una garrafa, un trasmallo, un farol a gas… Tampoco es que
el Gringo Amundsen le vaya a pagar gran cosa. Pero eso es mejor que lo otro…
¡Borracho culo sucio!
—¡Verónica!
En el espacio que separa
la casa del muelle, entre los yuyos y el aserrín, dos gallinitas pigmeas
picotean interesadas una carcasa de bagre que también es la causa de atención
de unos moscardones.
La mujer se asoma por el
agujero de la puerta secándose las manos con un repasador. El descanso de
madera está torcido y genera un efecto compensatorio en su figura desgarbada.
Los ojos que lo miran no expresan ninguna emoción.
—Traeme la caja de
herramientas.
—¿Para qué?
—Hacé caso.
—¿Dónde está?
—En el galpón, ¿dónde va
a estar?
La mujer desaparece y
Lito mira otra vez en dirección al canal. La brasa del cigarrillo es como una
mirilla incandescente, como un sol que flota sobre el agua estancada y en el
punto más distante, tocando casi la punta roja, la piragua del viejo.
Otra vez, piensa Lito.
Qué mierda se creen.
¡Borracho!
Su hermana aparece con la
caja de herramientas. Las piernas chuecas sobresalen del vestido como dos varas
de fresno. Camina como un pato, como si tuviera ardores, como las parturientas.
Lito chupa el cigarrillo y exhala el humo por la nariz. Embarazada no está
porque la comadre del frutal se ocupó de todo el mes pasado.
—¿Qué vas a hacer?
—pregunta ella, expresando una inquietud que es como un bichito escondido en un
pozo.
Lito le arranca la caja
de herramientas de la mano y la apoya en la baranda. La abre con una mano y con
la otra se rasca la nuca. Las uñas desprenden cascaritas blancas, tiene la piel
llena de costras rugosas como callos. El cigarrillo en el costado de la boca lo
obliga a entrecerrar un ojo. Revuelve en el fondo hasta que encuentra lo que
busca. Una arandela. La sostiene entre los dedos y mira a través del orificio,
como si fuera una lente. Es una de las grandes. Tiene un peso lindo y adecuado.
—¿Qué vas a hacer con
eso?
Su hermana hace ademán de
tocarle el brazo, pero se frena. El entendimiento la altera porque sabe que
detenerlo requiere de un valor que no tiene. Pone esos ojos de ternero
degollado que él detesta. El gesto es igual a la máscara del teatro que personifica
el drama.
Lito va rotando el cuerpo
y la cabeza hasta que Ramoncito queda en el centro de la mira.
—Manuel…¡No!
—¡Ahí va!
El movimiento desganado del
brazo izquierdo en cuarentaicinco grados es engañoso, casi juguetón. Al disco le
toma un segundo atravesar el cielo verde y golpear el pómulo del chico. No hay
grito, ni siquiera hay un quejido de sorpresa. Ramoncito se cae rebotando entre
las ramas como una bolsa de papas. La madre corre hacia el hijo con una
exclamación. Lo endereza. Toca con suavidad el corte vertical que le dejó la
arandela. No hay sangre, solo una marca roja debajo del ojo izquierdo. Ramoncito
mira a su madre con los ojos grandes. Recién ahí larga el llanto, la indignidad
de todo agredido. Lito sacuda lentamente la cabeza. De alguna manera hay que enseñarle
a comportarse. El Capitán llega al trote para ver de qué se trata el escándalo.
Olfatea las zapatillas mugrientas de Ramoncito. Después la mira a Verónica con
aire interrogador.
—Hijo de puta —murmura
ella sin mirarlo.
—Mandate a mudar con el mocoso
que tengo que hablar con Greco.
La mujer levanta al chico
y le sacude la tierra del pantalón. No se atreve a desafiarlo porque sabe lo
que puede pasar.
—Y llevate al Capitán y
atalo en el fondo.
Lito espera que su
hermana se vaya con el chico y el perro para cerrar la caja de herramientas y colocarla
sobre el asiento del muelle. Ahora el viejo está a tiro. La barba ocre de
nicotina encierra una nariz similar a un quiste de venitas azules. Unos ojos
curtidos lo escrutan desde abajo.
—Buen día, Lito.
—Buen día, don Greco
¿Cómo anda?
—Bien. Va a hacer calor,
¿eh? ¿Y los perros?
—Le pedí a Verónica que
ate al Capitán. Al Oso me lo envenenaron los del Sauce viejo —Lito hace un
gesto con la boca—, por un malentendido con el tuerto, el de Martínez, pero ya
se resolvió.
—Esa gente es mala yerba.
El viejo se incorpora en
la piragua al tiempo que enlaza el poste de anchico con pericia. La embarcación
se alinea con el bote blanco y la hilera de juncos de la orilla haciendo
ruiditos de succión en cada mínimo rebote de olas.
—Está subiendo la marea —dice.
Apoya una bota en el
escalón y le estira una mano grande y áspera. Lito se apura en tirar la colilla
y ayudarlo a subir.
Una vez en el recuadro
del muelle, los dos hombres se miran un segundo a los ojos, casi por accidente.
El viejo titubea.
—¿Anda mejor? Me enteré de
que estuvo en cama.
—Con fiebre, sí. Pero
ahora mejor. Me trajeron remedios del hospital. Vino una médica a verme…
—¿Por el hígado?
—Por el hígado.
Lito no le dice que en el
hospital de San Fernando hace cosa de dos meses le confirmaron el diagnóstico. Tiene
los riñones infectados y pronto necesitará internación. No se acuerda el nombre
exacto de los parásitos, pero están relacionados con el consumo de agua sin
potabilizar. Son como unas lombrices que se comen el órgano que los aloja. No
hay tratamiento y no hay manera de extirparlos sin matar al huésped. Le da
bronca que el viejo sea tan entrometido. Todo el mundo es así en la isla, y en el
pueblo lo mismo.
Los sobresalta un grito
de terror que viene de la casa. Una nota aguda
y ululante. Lo más probable es que Verónica le esté poniendo alcohol en
la herida al nene. El viejo mira hacia la casa y le sonríe a Lito mostrando
apenas unos dientes pardos.
—¿Se porta mal el
gurisito?
—Se cayó del árbol
recién, la madre le está curando un corte que se hizo.
La sonrisa de don Greco
se agranda. Detrás de la barba se insinúa una dentadura catastrófica.
—No es vida para una
mujer tan joven, acá…
—Se la mando envuelta si
quiere.
—No será para tanto, hombre.
Su hermana algo bueno tendrá —Se ataja con las manos y pone una mirada pícara
al cambiar de tema— … ¿No tira líneas por acá?
Lito saca el paquete de
cigarrillos y le ofrece uno. El viejo se lo pone en la boca e inclina la cabeza
para facilitar que la llama del fósforo se acerque.
—Cada vez menos. A veces
pongo el trasmallo. Salen bogas nomás, algún bagre. No se ven bichos grandes en
el canal desde que empezó a funcionar la arenera.
—Claro… menos mal que
tiene las gallinas, ¿no?… ¡Y una linda huerta!
—Sí.
—En la época de su tata
era distinta la cosa. Se pescaba mucho acá. Pacú, dorados, hasta surubíes.
También cazábamos nutrias en esta zona, antes de que construyeran la casa, y
más allá del arroyo, en los campos de Amilcar. Esos lotes de arriba eran todos
bañados, sin quintas, sin aserraderos, sin frutales, nada…
—¿Va a pasar a tomar unos
mates, don Greco?
—No querido. Ya sabe para
qué vengo.
Lito vuelve a mirar las
telarañas. Sabe que negarse es peligroso, pero está harto de ser utilizado. Verónica
y el Ramoncito tendrían que irse, claro. Pero si hacen las cosas bien estarían
resguardados. Su hermana sabía en que se metía cuando decidió quedarse con él. No
hubo que explicárselo. Va a tener que hablar con los parientes de Entre Ríos,
ir hasta la ciudad para llamar por teléfono. Los Tabaré no, porque estaban
vigilados, pero Laura era una alternativa viable. Ella los ayudaría. Siempre les
había dado una mano, incluso en tiempos difíciles. Lito hace una mueca
involuntaria. Maldito el día que lo detuvieron en el puerto de frutos. Maldita
la mala suerte y también la estupidez de involucrarse con esa gente. Cayó en la
volteada con los otros infelices. Tres días más tarde, su propia cobardía lo
puso en descubierto. Los estaban apretando feo en la seccional de Tigre y el hizo
lo que no tenía que hacer para defenderse. Una luz blanca, del tamaño de un ojo
de buey, flotó en el centro del calabozo. Desde adentro de la luz, como si
fuera un túnel, emergió una cabeza de chancho con unos ojos negros y terribles.
Tenía la lengua hinchada y por encima de las orejas, el aura dorada de un santo.
Las fauces del animal se abrieron y una voz cavernosa pronunció el nombre a los
verdugos, les vaticinó desgracias inminentes. También les dijo que se dieran
cabezazos contra la pared. Se los ordenó. Un rato después el comisario Alcaraz
encontró a los subalternos ensangrentados y al borde de la histeria. Otros dos
detenidos estaban en shock, acurrucados contra un rincón, con la cabeza metida
entre las rodillas. La alucinación colectiva había desaparecido pero sus
secuelas permanecían. El comisario le puso la mano en el hombro, y le preguntó
con voz muy suave: ¿Qué hiciste, pibe? Lito estaba agotado y no contestó.
A partir de ahí lo
pasearon, lo pusieron a prueba, lo hicieron hablar con personas que no conocía,
doctores, científicos, jefes que ocupaban lugares importantes. Lo trataron con
cuidado al principio, con cautela. Pero al final descubrieron sus limitaciones
y tuvo que negociar. Les mostró lo que podía hacer. A ellos les encantó. Jamás
le habían gustado los milicos. Sus métodos. Mucho menos que quisieran usar su
capacidad para cosas turbias. Pero no le quedó más remedio. Lo mejor que pudo
conseguir, a lo largo de los años, fue esa libertad precaria, vigilada, siempre
al borde del servilismo… lo ayudó fingir una amistad con Schelling, pero tuvo
que cometer actos terribles. Algunas veces estaba solo como propiciador, otras
lo acompañaban personas con facultades similares a las suyas. Nigromantes,
telepáticos, chupadores de recuerdos. La última vez que lo habían convocado fue
en el invierno. Lo más perverso que lo habían obligado a hacer hasta ahora. Todavía
le costaba dormir cuando pensaba en aquella noche. La cabecita carbonizada del
bebé rodando por el piso de cerámica como una bocha, los chillidos de la madre,
los cuerpos en éxtasis, transpirados y brillantes, retorciéndose contra el
cielo raso…
De pronto se da cuenta de
que no le gusta la manera en que lo mira el viejo. Se extraña pero al mismo
tiempo debería haberlo anticipado. Es una expresión que ha visto antes, en
otras caras, en otras circunstancias. Puro cálculo y ambición.
—Don Greco, dígame una
cosa: ¿usted sabe para que me convocan los oficiales? ¿Sabe lo que hacemos en
esa casa?
—No entiendo.
—No se haga el boludo.
El viejo entrecierra los
ojos y tuerce la boca con disgusto.
—No es asunto mío.
—Pero usted sabe. Alguien
le contó.
La postura corporal se
envara ligeramente.
—Lo que hagan o dejen de
hacer es cosas de ustedes, a mi me mandan a avisar y yo voy.
Lito decide que no puede
confiar en ese hombre, si lo envía de vuelta con una negativa es probable que
Verónica y el chico no tengan tiempo para irse.
La revelación le llega
con claridad. Necesita confrontar directamente con ellos.
—¿Para cuándo me
necesitan?
—Para esta noche.
Entonces no hay tiempo.
Lo que planeaba hacer, está claro que debería haberlo hecho antes. Dos o tres
asuntos quedarán en el tintero. Se insulta en silencio por haber sido
indolente.
—Dígale al Teniente
Schelling que ahí estaré.
Por un momento los dos
hombres dejan que las chicharras acribillen el aire.
El viejo asiente. Da una
última pitada al cigarrillo y tira la colilla al río.
—Está bien.
Antes de subirse a la
piragua, mira otra vez hacia la casa y agrega:
—Usted no nació ayer,
Lito. Le doy un consejo: no arriesgue lo poco que tiene para salvar la conciencia.
Son épocas oscuras para todos.
Un rato después, cuando
la mancha roja ha desaparecido en la curva del canal, Lito rememora el
encuentro palabra a palabra y gesto a gesto. Hay algo que no le cierra.
Mientras camina hacia la casa ve como las gallinitas pigmeas se corretean unas
a otras para arrebatarse la carcasa de pescado. Se acuerda que tiene una
botella de caña en la parte de abajo del rancho, en un pozo de tierra diseñado
para mantener víveres apenas por debajo de la temperatura ambiente. Los
ladridos del Capitán desde el fondo del terreno lo despiertan como de un sueño.
Se frena en seco. Los
ojos. El viejo tenía ojos marrones con pintas verdes. No verdes con pintas
doradas. Y había algo más: siempre había admirado la maña que tenía para remar,
con las palas hundidas en el agua sin romper la superficie, con el asa de proa
en línea recta y mínimas oscilaciones hacia los costados. Aunque esta vez, al
marcharse, los remos iban desacompasados, golpeando el agua sin pericia bajo la
bóveda de ceibos.
© Ariel S. Tenorio / La casa del Jacarandá
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