2.12.20

LA CASA DEL JACARANDÁ



 

1.     Ahí viene el viejo Greco

 

 

 

La mañana deja de ser igual a otras cuando la piragua se asoma por la curva del canal. Es un movimiento silencioso, allá dónde solía estar el muelle de la antigua estancia Nogales. Lito reconoce el esmalte bermellón del casco y a su ocupante; don Greco. Su primera intención es mandarse a mudar, pero se queda a esperarlo mientras se enreda en cálculos y se insulta por lo bajo. Las malas noticias viajan rápido, dicen. Entonces no hay a quién echarle la culpa. Él había tenido tiempo de sobra para anticiparse y se quedó en el molde. Cinco minutos le va a tomar al viejo recorrer la distancia desde el recodo hasta el muelle. Lo que antes fuera tedio y lentitud se vuelve urgencia. Dispone de ese margen para decidirse.

Escupe en el agua y estudia las telarañas abandonadas en las ramas de los álamos que se cruzan por arriba del muelle. Hay dos en particular que son perfectas en su simetría. Los delgadísimos filamentos resplandecen como rayas en un vidrio. Que venga y hablamos. No tengo por qué hacer nada. Hablar solamente.

De pronto, las chicharras arremeten contra el murmullo de la mañana dejando dos mitades irregulares de estridencia en el aire. En el paraíso lampiño junto al alero del rancho, Ramoncito hace payasadas en una rama y le llama la atención con los brazos. Cuando Lito lo mira el chico le saca la lengua. Se cuelga boca abajo, a cuatro metros del suelo, como un bicho canasto monstruoso. Ojalá que se caiga y se rompa el pescuezo, piensa Lito, así su hermana se manda a mudar de una vez y lo deja en paz con sus malestares.

Borracho grita Ramoncito con alegría. Borraaaacho. La voz es puntiaguda y ligeramente retrasada. Como todo en él.

Lito sonríe sin humor. Le bastaría concentrarse en la nebulosa mental que rodea al chico para que una alucinación descabellada cobre vida y lo aturda. El brazo izquierdo podría transformarse en una babosa de piel veteada y repugnante por ejemplo.

—¡Verónica!

El pendejo arranca un pedazo de corteza y se lo coloca entre los dientes. La sangre acumulada en la cabeza hace que se le hinchen los ojos. Tiene la mirada llena de estupidez. Grita de nuevo, estirando las vocales: Booorreeaaaacheeo.

Lito vuelve la vista hacia el canal. La luz amarilla de la mañana se pega en la madera del muelle como si algo se estuviera pudriendo en el tapiz del mundo. Hay olor a barro. Los reflejos deshilachados de las ramas de los sauces ondulan en el agua y se estiran para atajar la orilla. El viejo viene a proponerle algo que él no quiere hacer. Saca un paquete de Jockey de la camisa y prende el pucho con aire distraído. El humo le envuelve la cara y él piensa, con los codos apoyados en la baranda, que estaba esperando este momento. Al mediodía va a hacer un calor insoportable si sigue esta humedad. En la capital estará peor.

Sabe lo que puede pasar si se equivoca. Pero Lito piensa como piensan las comadrejas: sin incertidumbre. Le va a decir que no al viejo. Tiene planes para la noche. Quiere adueñarse de algunos cachivaches que ha visto en las casas quinta del arroyo Correntino. Se ve subiendo contra la marea nocturna en el bote. Lo imagina como un hecho casi consumado: los remos silenciosos empujando el agua, los ojos achinados sopesando los brillos escasos mientras saca cuentas en el aire, en la oscuridad que babea desde el telón de casuarinas… una garrafa, un trasmallo, un farol a gas… Tampoco es que el Gringo Amundsen le vaya a pagar gran cosa. Pero eso es mejor que lo otro…

¡Borracho culo sucio!

—¡Verónica!

En el espacio que separa la casa del muelle, entre los yuyos y el aserrín, dos gallinitas pigmeas picotean interesadas una carcasa de bagre que también es la causa de atención de unos moscardones.

La mujer se asoma por el agujero de la puerta secándose las manos con un repasador. El descanso de madera está torcido y genera un efecto compensatorio en su figura desgarbada. Los ojos que lo miran no expresan ninguna emoción.

—Traeme la caja de herramientas.

—¿Para qué?

—Hacé caso.

—¿Dónde está?

—En el galpón, ¿dónde va a estar?

La mujer desaparece y Lito mira otra vez en dirección al canal. La brasa del cigarrillo es como una mirilla incandescente, como un sol que flota sobre el agua estancada y en el punto más distante, tocando casi la punta roja, la piragua del viejo.

Otra vez, piensa Lito. Qué mierda se creen.

¡Borracho!

Su hermana aparece con la caja de herramientas. Las piernas chuecas sobresalen del vestido como dos varas de fresno. Camina como un pato, como si tuviera ardores, como las parturientas. Lito chupa el cigarrillo y exhala el humo por la nariz. Embarazada no está porque la comadre del frutal se ocupó de todo el mes pasado.

—¿Qué vas a hacer? —pregunta ella, expresando una inquietud que es como un bichito escondido en un pozo.

Lito le arranca la caja de herramientas de la mano y la apoya en la baranda. La abre con una mano y con la otra se rasca la nuca. Las uñas desprenden cascaritas blancas, tiene la piel llena de costras rugosas como callos. El cigarrillo en el costado de la boca lo obliga a entrecerrar un ojo. Revuelve en el fondo hasta que encuentra lo que busca. Una arandela. La sostiene entre los dedos y mira a través del orificio, como si fuera una lente. Es una de las grandes. Tiene un peso lindo y adecuado.

—¿Qué vas a hacer con eso?

Su hermana hace ademán de tocarle el brazo, pero se frena. El entendimiento la altera porque sabe que detenerlo requiere de un valor que no tiene. Pone esos ojos de ternero degollado que él detesta. El gesto es igual a la máscara del teatro que personifica el drama.

Lito va rotando el cuerpo y la cabeza hasta que Ramoncito queda en el centro de la mira.

—Manuel…¡No!

—¡Ahí va!

El movimiento desganado del brazo izquierdo en cuarentaicinco grados es engañoso, casi juguetón. Al disco le toma un segundo atravesar el cielo verde y golpear el pómulo del chico. No hay grito, ni siquiera hay un quejido de sorpresa. Ramoncito se cae rebotando entre las ramas como una bolsa de papas. La madre corre hacia el hijo con una exclamación. Lo endereza. Toca con suavidad el corte vertical que le dejó la arandela. No hay sangre, solo una marca roja debajo del ojo izquierdo. Ramoncito mira a su madre con los ojos grandes. Recién ahí larga el llanto, la indignidad de todo agredido. Lito sacuda lentamente la cabeza. De alguna manera hay que enseñarle a comportarse. El Capitán llega al trote para ver de qué se trata el escándalo. Olfatea las zapatillas mugrientas de Ramoncito. Después la mira a Verónica con aire interrogador.

—Hijo de puta —murmura ella sin mirarlo.

—Mandate a mudar con el mocoso que tengo que hablar con Greco.

La mujer levanta al chico y le sacude la tierra del pantalón. No se atreve a desafiarlo porque sabe lo que puede pasar.

—Y llevate al Capitán y atalo en el fondo.

Lito espera que su hermana se vaya con el chico y el perro para cerrar la caja de herramientas y colocarla sobre el asiento del muelle. Ahora el viejo está a tiro. La barba ocre de nicotina encierra una nariz similar a un quiste de venitas azules. Unos ojos curtidos lo escrutan desde abajo.

—Buen día, Lito.

—Buen día, don Greco ¿Cómo anda?

—Bien. Va a hacer calor, ¿eh? ¿Y los perros?

—Le pedí a Verónica que ate al Capitán. Al Oso me lo envenenaron los del Sauce viejo —Lito hace un gesto con la boca—, por un malentendido con el tuerto, el de Martínez, pero ya se resolvió.

—Esa gente es mala yerba.

El viejo se incorpora en la piragua al tiempo que enlaza el poste de anchico con pericia. La embarcación se alinea con el bote blanco y la hilera de juncos de la orilla haciendo ruiditos de succión en cada mínimo rebote de olas.

—Está subiendo la marea —dice.

Apoya una bota en el escalón y le estira una mano grande y áspera. Lito se apura en tirar la colilla y ayudarlo a subir.

Una vez en el recuadro del muelle, los dos hombres se miran un segundo a los ojos, casi por accidente. El viejo titubea.

—¿Anda mejor? Me enteré de que estuvo en cama.

—Con fiebre, sí. Pero ahora mejor. Me trajeron remedios del hospital. Vino una médica a verme…

—¿Por el hígado?

—Por el hígado.

Lito no le dice que en el hospital de San Fernando hace cosa de dos meses le confirmaron el diagnóstico. Tiene los riñones infectados y pronto necesitará internación. No se acuerda el nombre exacto de los parásitos, pero están relacionados con el consumo de agua sin potabilizar. Son como unas lombrices que se comen el órgano que los aloja. No hay tratamiento y no hay manera de extirparlos sin matar al huésped. Le da bronca que el viejo sea tan entrometido. Todo el mundo es así en la isla, y en el pueblo lo mismo.

Los sobresalta un grito de terror que viene de la casa. Una nota aguda  y ululante. Lo más probable es que Verónica le esté poniendo alcohol en la herida al nene. El viejo mira hacia la casa y le sonríe a Lito mostrando apenas unos dientes pardos.

—¿Se porta mal el gurisito?

—Se cayó del árbol recién, la madre le está curando un corte que se hizo.

La sonrisa de don Greco se agranda. Detrás de la barba se insinúa una dentadura catastrófica.

—No es vida para una mujer tan joven, acá…

—Se la mando envuelta si quiere.

—No será para tanto, hombre. Su hermana algo bueno tendrá —Se ataja con las manos y pone una mirada pícara al cambiar de tema— … ¿No tira líneas por acá?

Lito saca el paquete de cigarrillos y le ofrece uno. El viejo se lo pone en la boca e inclina la cabeza para facilitar que la llama del fósforo se acerque.

—Cada vez menos. A veces pongo el trasmallo. Salen bogas nomás, algún bagre. No se ven bichos grandes en el canal desde que empezó a funcionar la arenera.

—Claro… menos mal que tiene las gallinas, ¿no?… ¡Y una linda huerta!

—Sí.

—En la época de su tata era distinta la cosa. Se pescaba mucho acá. Pacú, dorados, hasta surubíes. También cazábamos nutrias en esta zona, antes de que construyeran la casa, y más allá del arroyo, en los campos de Amilcar. Esos lotes de arriba eran todos bañados, sin quintas, sin aserraderos, sin frutales, nada…

—¿Va a pasar a tomar unos mates, don Greco?

—No querido. Ya sabe para qué vengo.

Lito vuelve a mirar las telarañas. Sabe que negarse es peligroso, pero está harto de ser utilizado. Verónica y el Ramoncito tendrían que irse, claro. Pero si hacen las cosas bien estarían resguardados. Su hermana sabía en que se metía cuando decidió quedarse con él. No hubo que explicárselo. Va a tener que hablar con los parientes de Entre Ríos, ir hasta la ciudad para llamar por teléfono. Los Tabaré no, porque estaban vigilados, pero Laura era una alternativa viable. Ella los ayudaría. Siempre les había dado una mano, incluso en tiempos difíciles. Lito hace una mueca involuntaria. Maldito el día que lo detuvieron en el puerto de frutos. Maldita la mala suerte y también la estupidez de involucrarse con esa gente. Cayó en la volteada con los otros infelices. Tres días más tarde, su propia cobardía lo puso en descubierto. Los estaban apretando feo en la seccional de Tigre y el hizo lo que no tenía que hacer para defenderse. Una luz blanca, del tamaño de un ojo de buey, flotó en el centro del calabozo. Desde adentro de la luz, como si fuera un túnel, emergió una cabeza de chancho con unos ojos negros y terribles. Tenía la lengua hinchada y por encima de las orejas, el aura dorada de un santo. Las fauces del animal se abrieron y una voz cavernosa pronunció el nombre a los verdugos, les vaticinó desgracias inminentes. También les dijo que se dieran cabezazos contra la pared. Se los ordenó. Un rato después el comisario Alcaraz encontró a los subalternos ensangrentados y al borde de la histeria. Otros dos detenidos estaban en shock, acurrucados contra un rincón, con la cabeza metida entre las rodillas. La alucinación colectiva había desaparecido pero sus secuelas permanecían. El comisario le puso la mano en el hombro, y le preguntó con voz muy suave: ¿Qué hiciste, pibe? Lito estaba agotado y no contestó.

A partir de ahí lo pasearon, lo pusieron a prueba, lo hicieron hablar con personas que no conocía, doctores, científicos, jefes que ocupaban lugares importantes. Lo trataron con cuidado al principio, con cautela. Pero al final descubrieron sus limitaciones y tuvo que negociar. Les mostró lo que podía hacer. A ellos les encantó. Jamás le habían gustado los milicos. Sus métodos. Mucho menos que quisieran usar su capacidad para cosas turbias. Pero no le quedó más remedio. Lo mejor que pudo conseguir, a lo largo de los años, fue esa libertad precaria, vigilada, siempre al borde del servilismo… lo ayudó fingir una amistad con Schelling, pero tuvo que cometer actos terribles. Algunas veces estaba solo como propiciador, otras lo acompañaban personas con facultades similares a las suyas. Nigromantes, telepáticos, chupadores de recuerdos. La última vez que lo habían convocado fue en el invierno. Lo más perverso que lo habían obligado a hacer hasta ahora. Todavía le costaba dormir cuando pensaba en aquella noche. La cabecita carbonizada del bebé rodando por el piso de cerámica como una bocha, los chillidos de la madre, los cuerpos en éxtasis, transpirados y brillantes, retorciéndose contra el cielo raso…

De pronto se da cuenta de que no le gusta la manera en que lo mira el viejo. Se extraña pero al mismo tiempo debería haberlo anticipado. Es una expresión que ha visto antes, en otras caras, en otras circunstancias. Puro cálculo y ambición.

—Don Greco, dígame una cosa: ¿usted sabe para que me convocan los oficiales? ¿Sabe lo que hacemos en esa casa?

—No entiendo.

—No se haga el boludo.

El viejo entrecierra los ojos y tuerce la boca con disgusto.

—No es asunto mío.

—Pero usted sabe. Alguien le contó.

La postura corporal se envara ligeramente.

—Lo que hagan o dejen de hacer es cosas de ustedes, a mi me mandan a avisar y yo voy.

Lito decide que no puede confiar en ese hombre, si lo envía de vuelta con una negativa es probable que Verónica y el chico no tengan tiempo para irse.

La revelación le llega con claridad. Necesita confrontar directamente con ellos.

—¿Para cuándo me necesitan?

—Para esta noche.

Entonces no hay tiempo. Lo que planeaba hacer, está claro que debería haberlo hecho antes. Dos o tres asuntos quedarán en el tintero. Se insulta en silencio por haber sido indolente.

—Dígale al Teniente Schelling que ahí estaré.

Por un momento los dos hombres dejan que las chicharras acribillen el aire.

El viejo asiente. Da una última pitada al cigarrillo y tira la colilla al río.

 —Está bien.

Antes de subirse a la piragua, mira otra vez hacia la casa y agrega:

—Usted no nació ayer, Lito. Le doy un consejo: no arriesgue lo poco que tiene para salvar la conciencia. Son épocas oscuras para todos.

Un rato después, cuando la mancha roja ha desaparecido en la curva del canal, Lito rememora el encuentro palabra a palabra y gesto a gesto. Hay algo que no le cierra. Mientras camina hacia la casa ve como las gallinitas pigmeas se corretean unas a otras para arrebatarse la carcasa de pescado. Se acuerda que tiene una botella de caña en la parte de abajo del rancho, en un pozo de tierra diseñado para mantener víveres apenas por debajo de la temperatura ambiente. Los ladridos del Capitán desde el fondo del terreno lo despiertan como de un sueño.

Se frena en seco. Los ojos. El viejo tenía ojos marrones con pintas verdes. No verdes con pintas doradas. Y había algo más: siempre había admirado la maña que tenía para remar, con las palas hundidas en el agua sin romper la superficie, con el asa de proa en línea recta y mínimas oscilaciones hacia los costados. Aunque esta vez, al marcharse, los remos iban desacompasados, golpeando el agua sin pericia bajo la bóveda de ceibos.





© Ariel S. Tenorio / La casa del Jacarandá

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