2. La plancha
—¡Vero!
Lito tiene la sensación
de que inmensas moles invisibles se han puesto en marcha. Existen motivaciones
clandestinas que lo involucran y no necesariamente para bien. Las consecuencias
irán apareciendo más pronto que tarde, pero dependerá de él que haya equidad en
el reparto. Adentro de la casa hace más calor que afuera. El piso de tablas
está combado por la humedad y cede unos centímetros bajo su peso. En los
rincones hay cajas apiladas llenas de diarios viejos y montones de ropa sucia.
En el centro de la sala, sobre una mesita ratona, hay unos canastos de mimbre a
medio construir que el mismo dejó ahí la tarde anterior. Una fina capa de polvo
cubre cada mueble con la misma delicadeza. Al lado de la ventana, en un sillón
de cuerina ajado por el uso, un gato negro lame una de sus patas traseras sin
prestarle atención ¿Le habían mandado un clase 2? De solo pensarlo se le pone
la piel de gallina. A lo mejor sospechaban que estaba tramando fugarse y
querían sondearlo. Lito sacude la cabeza. Hay algo más que no está pudiendo ver.
No se tomarían tantas molestias así porque sí. Los clase 2 eran criaturas
peligrosas, utilizados generalmente para infiltrarse en la guerrilla o
reemplazar figuras en las altas esferas de poder.
Se asoma al cuarto de su
hermana y ve que la cama ha sido tendida con prolijidad. Encima de una silla
hay un bolso con mudas de ropa dobladas y limpias. La estantería junto al
espejo está ordenada, sin una mota de polvo.
—Verónica, ¿dónde estás?
Si sus temores se
confirman, deberá improvisar una salida definitiva. La lancha tiene medio
tanque de nafta y con eso calcula que llegarían hasta el puerto…
Cuando entra en la cocina
recibe un golpe en un costado de la cabeza. Su cuello se tuerce de mala manera hacia
la izquierda. El ataque es sorpresivo y no le da tiempo a soltar ni una queja. Se
tambalea con el torso sobre la mesa desparramando una pila de cacerolas y
platos. Se endereza con un gruñido y logra, a duras penas, sentarse en la silla
y levantar una mano en señal de paz.
—¡Pará!
La cabeza le palpita como
si fuera a explotar. Verónica empuja la silla con el pie hasta hacerlo perder
el equilibrio y caer de espaldas. Después se inclina sobre él agarrando el
mango de la plancha con las dos manos, como si fuera una raqueta de tenis.
—¡Que sea la última vez!
—grita. En el cuello de piel tirante sobresale una poderosa vena en forma de
gancho. La cara está roja de furia. Lito recuerda haberla visto así una vez,
hace años, en una época muy diferente.
Verónica levanta la
plancha de hierro para volver a pegarle.
Lito abre los ojos y dice:
—Pará, por favor —La
cabeza todavía le da vueltas. Escupe un gargajo con sangre sobre el entablado
mugriento.
Verónica se ubica detrás
de él, fuera de su campo visual.
—No se te ocurra hacerme una
jugada de las tuyas o te juro que te mato.
—No voy a hacer nada.
—¡Hijo de puta!
—Te pido disculpas.
—¡A mí no me tenes que
pedir disculpas!
—Al Ramón, entonces. Se
me fue la mano, no quería lastimarlo.
—¡Mentira!
—Se había puesto pesado y
quise asustarlo nomás.
—¡Lo tratás peor que a
los perros!
Lito inclina la cabeza
hacia el suelo en señal de sumisión. Cada vez que se mueve, el dolor es un
hierro candente que va desde el parietal hasta la mandíbula. Los latidos son
tan fuertes que lo hacen lagrimear.
—Verónica, escuchame lo
que te voy a decir…
—Me importa tres carajos
lo que tengas para decir. Me voy a la mierda. Nunca tendríamos que haber venido
acá.
—¡Es importante!
Pero ella ya salió al
patio de atrás. La escucha dando zancadas en el barro y llamando a su hijo. Los
ladridos del Capitán son como agujas que se le clavan en el costado de la
cabeza. La oreja le va a quedar como una ciruela en compota en cuestión de
minutos.
—Verónica, pará…
Se imagina creando una
nueva pesadilla para detener a su hermana, una criatura salida del zanjón,
flaca, alta, construida de barro y ramas, cubierta de bolsas de nylon y camalotes.
Pero no vale la pena el esfuerzo. Así de adolorido como está, la aparición no serviría
de nada. Además ella conoce sus dones, sabe que se fagocitan con el miedo… entonces
se lo escatimaría.
Verónica entra en la cocina
tirando de Ramoncito, pasa por delante de él sin mirarlo. Ramoncito en cambio,
lo mira con los ojos desorbitados. Ella abre un cajón y agarra un cuchillo.
—¿Para qué llevas eso,
mamá? ¿Qué le pasó al tío?
—Después te explico.
—Vero…
Desde la sala y antes
de salir por la puerta principal, su
hermana le anuncia:
—Me llevo el bote. No nos
sigas. Dejanos en paz.
Lito endereza la espalda
contra la pared, con gesto de dolor.
—No vayas a lo de Gómez.
Él también trabaja para la fuerza y no los va a proteger.
Por toda respuesta un portazo
sacude la casa.
Lito resopla por la
nariz. Es inútil gastar energías en perseguirla. Se toca con la punta de los
dedos la sien. Duele. El hueso del cráneo dónde recibió el golpe está
hipersensibilizado, la piel tirante parece un parche de curtiembre.
Espera unos diez minutos
en silencio, con los ojos cerrados, esperando que las puntadas disminuyan. Es
cierto que en los últimos meses se ha portado mal con su hermana y su sobrino. El
trato ha sido más que áspero, cruel a veces. El deterioro de su enfermedad y
los hechos ocurridos en la casa grande no ayudaron a mejorar su carácter, pero
tal vez se le fue la mano con el maltrato. Recuerda algunas situaciones de las
que no se siente orgulloso. Angustia, lágrimas. No tiene sentido lamentarse
ahora.
Se pone de pie muy
despacio, apoyándose en la mesada de la cocina. Arriba de la mesa, entre los
despojos, queda todavía medio vaso de vino tinto. Se lo toma de un trago. El
líquido caliente le sabe agrio mientras baja por la garganta. Tiene cosas que
hacer y ya desperdició un tiempo precioso. Abre la puerta y se dirige al fondo arrastrando los pies como un anciano. Entre la casa y el galpón hay un tilo que
da sombra sobre el techo del gallinero y el corral. Junto al tilo, la canaleta
de la casa conecta con un caño que desemboca en un tanque de cemento para recolectar
el agua de lluvia. Lito corre la tapa y se inclina sobre el espejo negro de
agua. Está casi lleno. Las larvas de mosquitos que flotan en la superficie se
retuercen y forman diminutos dibujos parecidos a signos de puntuación. Al
sumergir la cabeza en el agua fresca sus ideas se despejan de inmediato. El
dolor deja de parecer una nube alrededor de su cráneo y se circunscribe al área
donde recibió el golpe. Lito cuenta hasta diez y endereza el cuerpo. El agua le
empapa la camisa haciendo que se le pegue a la espalda. Los ladridos del Capitán
no son tan insoportables ahora.
—¿Qué te pasa a vos?
Desde detrás del galpón,
un ruido metálico repiquetea sobre los tablones. El perro se asoma hasta donde
le permite el largo de la cadena y lo mira esperanzado. Emite tres ladridos
cortos, amistosos.
—Ya te suelto, aguantame.
Lito entra en el galpón y
sale con una varilla de metal terminada en forma de gancho. Entre el suelo y
los pilotes de la casa, en el espacio de cuarenta centímetros donde la sombra
mantiene una humedad constante, está su remedio. Se agacha y rebusca con el
artilugio hasta sacar una bolsa de tela mojada y embarrada. Dentro de la bolsa
está la botella con la etiqueta casi ilegible: caña quemada Carlos Gardel. El
contenido es un líquido amarillo. Con dedos torpes, abre la botella y apura una
serie de tragos largos. Ahora sí, hijos de puta. Cuando suelta al perro se
tropieza y debe sujetarse contra los postes del alambrado. El Capitán empieza a
saltar a su alrededor con una alegría peligrosa y Lito se ve obligado a pegarle
un grito para que se contenga.
—¡Pará la moto, carajo!
Juntos se adentran por el
caminito lateral, bajo una escolta de alisos de río apretujados como un
tabique, hasta un canal angosto que limita con el campo de Jaramillo.
En la orilla, las raíces
de los sauces parecen manos hundidas en la tierra. Las chicharras arremeten en
tandas rabiosas.
—¡Acá!
—dice Lito. El perro salta por encima de unos matorrales y se acerca a la
carrera.
La canoa está tumbada
boca abajo, medio oculta entre los yuyos, al lado de un viejo puentecito de
troncos. El casco verde está emparchado con resina en tres lugares para que no
se filtre agua. Le va a tomar más tiempo hacer el recorrido a remo, pero no le
queda más remedio. Después de pegarle un largo trago a la botella y cerciorarse
de que el remo esta en condiciones, mete la embarcación en el riacho.
—¡Capitán!
El perro salta con
agilidad y se ubica en el huequito de la proa. Lito se sienta y empuja con el
remo para alejarse de la orilla. Solo después de acomodar la botella de caña
entre sus piernas, endereza la canoa con brazos firmes, remando en el centro
del cauce en dirección al canal.
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