11.12.20

LA CASA DEL JACARANDÁ



2. La plancha

 

 

—¡Vero!

Lito tiene la sensación de que inmensas moles invisibles se han puesto en marcha. Existen motivaciones clandestinas que lo involucran y no necesariamente para bien. Las consecuencias irán apareciendo más pronto que tarde, pero dependerá de él que haya equidad en el reparto. Adentro de la casa hace más calor que afuera. El piso de tablas está combado por la humedad y cede unos centímetros bajo su peso. En los rincones hay cajas apiladas llenas de diarios viejos y montones de ropa sucia. En el centro de la sala, sobre una mesita ratona, hay unos canastos de mimbre a medio construir que el mismo dejó ahí la tarde anterior. Una fina capa de polvo cubre cada mueble con la misma delicadeza. Al lado de la ventana, en un sillón de cuerina ajado por el uso, un gato negro lame una de sus patas traseras sin prestarle atención ¿Le habían mandado un clase 2? De solo pensarlo se le pone la piel de gallina. A lo mejor sospechaban que estaba tramando fugarse y querían sondearlo. Lito sacude la cabeza. Hay algo más que no está pudiendo ver. No se tomarían tantas molestias así porque sí. Los clase 2 eran criaturas peligrosas, utilizados generalmente para infiltrarse en la guerrilla o reemplazar figuras en las altas esferas de poder.

Se asoma al cuarto de su hermana y ve que la cama ha sido tendida con prolijidad. Encima de una silla hay un bolso con mudas de ropa dobladas y limpias. La estantería junto al espejo está ordenada, sin una mota de polvo.

—Verónica, ¿dónde estás?

Si sus temores se confirman, deberá improvisar una salida definitiva. La lancha tiene medio tanque de nafta y con eso calcula que llegarían hasta el puerto…

Cuando entra en la cocina recibe un golpe en un costado de la cabeza. Su cuello se tuerce de mala manera hacia la izquierda. El ataque es sorpresivo y no le da tiempo a soltar ni una queja. Se tambalea con el torso sobre la mesa desparramando una pila de cacerolas y platos. Se endereza con un gruñido y logra, a duras penas, sentarse en la silla y levantar una mano en señal de paz.

—¡Pará!

La cabeza le palpita como si fuera a explotar. Verónica empuja la silla con el pie hasta hacerlo perder el equilibrio y caer de espaldas. Después se inclina sobre él agarrando el mango de la plancha con las dos manos, como si fuera una raqueta de tenis.

—¡Que sea la última vez! —grita. En el cuello de piel tirante sobresale una poderosa vena en forma de gancho. La cara está roja de furia. Lito recuerda haberla visto así una vez, hace años, en una época muy diferente.

Verónica levanta la plancha de hierro para volver a pegarle.

Lito abre los ojos y dice:

—Pará, por favor —La cabeza todavía le da vueltas. Escupe un gargajo con sangre sobre el entablado mugriento.

Verónica se ubica detrás de él, fuera de su campo visual.

—No se te ocurra hacerme una jugada de las tuyas o te juro que te mato.

—No voy a hacer nada.

—¡Hijo de puta!

—Te pido disculpas.

—¡A mí no me tenes que pedir disculpas!

—Al Ramón, entonces. Se me fue la mano, no quería lastimarlo.

—¡Mentira!

—Se había puesto pesado y quise asustarlo nomás.

—¡Lo tratás peor que a los perros!

Lito inclina la cabeza hacia el suelo en señal de sumisión. Cada vez que se mueve, el dolor es un hierro candente que va desde el parietal hasta la mandíbula. Los latidos son tan fuertes que lo hacen lagrimear.

—Verónica, escuchame lo que te voy a decir…

—Me importa tres carajos lo que tengas para decir. Me voy a la mierda. Nunca tendríamos que haber venido acá.

—¡Es importante!

Pero ella ya salió al patio de atrás. La escucha dando zancadas en el barro y llamando a su hijo. Los ladridos del Capitán son como agujas que se le clavan en el costado de la cabeza. La oreja le va a quedar como una ciruela en compota en cuestión de minutos.

—Verónica, pará…

Se imagina creando una nueva pesadilla para detener a su hermana, una criatura salida del zanjón, flaca, alta, construida de barro y ramas, cubierta de bolsas de nylon y camalotes. Pero no vale la pena el esfuerzo. Así de adolorido como está, la aparición no serviría de nada. Además ella conoce sus dones, sabe que se fagocitan con el miedo… entonces se lo escatimaría.

Verónica entra en la cocina tirando de Ramoncito, pasa por delante de él sin mirarlo. Ramoncito en cambio, lo mira con los ojos desorbitados. Ella abre un cajón y agarra un cuchillo.

—¿Para qué llevas eso, mamá? ¿Qué le pasó al tío?

—Después te explico.

—Vero…

Desde la sala y antes de  salir por la puerta principal, su hermana le anuncia: 

—Me llevo el bote. No nos sigas. Dejanos en paz.

Lito endereza la espalda contra la pared, con gesto de dolor.

—No vayas a lo de Gómez. Él también trabaja para la fuerza y no los va a proteger.

Por toda respuesta un portazo sacude la casa.

Lito resopla por la nariz. Es inútil gastar energías en perseguirla. Se toca con la punta de los dedos la sien. Duele. El hueso del cráneo dónde recibió el golpe está hipersensibilizado, la piel tirante parece un parche de curtiembre.

Espera unos diez minutos en silencio, con los ojos cerrados, esperando que las puntadas disminuyan. Es cierto que en los últimos meses se ha portado mal con su hermana y su sobrino. El trato ha sido más que áspero, cruel a veces. El deterioro de su enfermedad y los hechos ocurridos en la casa grande no ayudaron a mejorar su carácter, pero tal vez se le fue la mano con el maltrato. Recuerda algunas situaciones de las que no se siente orgulloso. Angustia, lágrimas. No tiene sentido lamentarse ahora.

Se pone de pie muy despacio, apoyándose en la mesada de la cocina. Arriba de la mesa, entre los despojos, queda todavía medio vaso de vino tinto. Se lo toma de un trago. El líquido caliente le sabe agrio mientras baja por la garganta. Tiene cosas que hacer y ya desperdició un tiempo precioso. Abre la puerta y se dirige al fondo arrastrando los pies como un anciano. Entre la casa y el galpón hay un tilo que da sombra sobre el techo del gallinero y el corral. Junto al tilo, la canaleta de la casa conecta con un caño que desemboca en un tanque de cemento para recolectar el agua de lluvia. Lito corre la tapa y se inclina sobre el espejo negro de agua. Está casi lleno. Las larvas de mosquitos que flotan en la superficie se retuercen y forman diminutos dibujos parecidos a signos de puntuación. Al sumergir la cabeza en el agua fresca sus ideas se despejan de inmediato. El dolor deja de parecer una nube alrededor de su cráneo y se circunscribe al área donde recibió el golpe. Lito cuenta hasta diez y endereza el cuerpo. El agua le empapa la camisa haciendo que se le pegue a la espalda. Los ladridos del Capitán no son tan insoportables ahora.

—¿Qué te pasa a vos?

Desde detrás del galpón, un ruido metálico repiquetea sobre los tablones. El perro se asoma hasta donde le permite el largo de la cadena y lo mira esperanzado. Emite tres ladridos cortos, amistosos.

—Ya te suelto, aguantame.

Lito entra en el galpón y sale con una varilla de metal terminada en forma de gancho. Entre el suelo y los pilotes de la casa, en el espacio de cuarenta centímetros donde la sombra mantiene una humedad constante, está su remedio. Se agacha y rebusca con el artilugio hasta sacar una bolsa de tela mojada y embarrada. Dentro de la bolsa está la botella con la etiqueta casi ilegible: caña quemada Carlos Gardel. El contenido es un líquido amarillo. Con dedos torpes, abre la botella y apura una serie de tragos largos. Ahora sí, hijos de puta. Cuando suelta al perro se tropieza y debe sujetarse contra los postes del alambrado. El Capitán empieza a saltar a su alrededor con una alegría peligrosa y Lito se ve obligado a pegarle un grito para que se contenga.

—¡Pará la moto, carajo!

Juntos se adentran por el caminito lateral, bajo una escolta de alisos de río apretujados como un tabique, hasta un canal angosto que limita con el campo de Jaramillo.

En la orilla, las raíces de los sauces parecen manos hundidas en la tierra. Las chicharras arremeten en tandas rabiosas.

         —¡Acá! —dice Lito. El perro salta por encima de unos matorrales y se acerca a la carrera.

La canoa está tumbada boca abajo, medio oculta entre los yuyos, al lado de un viejo puentecito de troncos. El casco verde está emparchado con resina en tres lugares para que no se filtre agua. Le va a tomar más tiempo hacer el recorrido a remo, pero no le queda más remedio. Después de pegarle un largo trago a la botella y cerciorarse de que el remo esta en condiciones, mete la embarcación en el riacho.

—¡Capitán!

El perro salta con agilidad y se ubica en el huequito de la proa. Lito se sienta y empuja con el remo para alejarse de la orilla. Solo después de acomodar la botella de caña entre sus piernas, endereza la canoa con brazos firmes, remando en el centro del cauce en dirección al canal.

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