No fueron
señales claras al principio, pero si preocupantes. De alguna caprichosa manera,
todo se encaminó sin escalas hasta ese desenlace irreal y grotesco que fue tapa
de todos los diarios, y que hasta el día de hoy se recuerda con una escarapela
negra en las solapas.
Lo cierto
es que empezó como algo privado, y en todo sentido placentero. Faustino y Lupe hacían el amor, como todos los viernes
por la mañana antes de irse a sus respectivos trabajos, y lo hacían con ese
estilo suyo entre somnoliento y pausado, sin grandes pretensiones de alcanzar
orgasmos memorables pero tampoco de manera mecánica y matrimonial. Eran laboriosos
en su afán, pero sin que eso les demandara un esfuerzo de sudor y calambre.
Pero esa
mañana, Lupe notó que el pene de su novio estaba más hinchado que de costumbre.
No lo notó a simple vista, sino que no consiguió abrir la boca lo suficiente
como para que sus dientes no rozaran dolorosamente el glande.
Faustino
soltó una queja y abrió los ojos.
– ¡Eh! ¿Que hacés? ¡Eso duele!
– Esperá, no sé qué pasa… a ver…
– ¡Auch! ¡No! ¡Pará! ¡Dejá Lupe!...
¡Lupe! Me estás matando ¡Auch!
Dejaron lo
que estaban haciendo y discutieron. Fue una discusión agria y escalonada, que
no condujo a nada y los dejó a los dos con la sensación de haberse arrojado
acusaciones hirientes sin demasiado sentido. Lupe terminó llorando, pero luego
se compuso para insultarlo con elocuencia. Cuando él buscó las palabras para
responder, ella se fue dando un portazo y se llevó consigo las llaves del auto.
Faustino se quedó dando vueltas por la casa. Irritado y abatido. Se lavó la
cara con agua fría, buscó sus zapatos, se puso una camisa limpia, y subió al
ascensor intentando no pensar demasiado en lo que había pasado.
Bajó a la
calle y le hizo señas a un taxi. En esos dos o tres pasos desde el hall del
edificio hasta la avenida, se dio cuenta de que en su entrepierna algo andaba
mal. Por debajo del ardor de la raspadura, un latido sordo empezó a molestarlo.
Se sentó en el asiento trasero, y le indicó al chofer su destino. Poco a poco, y
muy a su pesar, notó que una nueva erección cobraba vida bajo sus pantalones,
primero tímidamente, y después con total determinación.
Mientras
avanzaban por el insufrible tránsito porteño, el taxista decidió buscarle conversación.
Le echó un breve vistazo de inspección y debió considerarlo un receptor apto porque,
sin más preámbulos, le largó un monólogo
de esos que producen migraña. Le habló del clima y del estado de las calles, de
los resultados de los partidos del domingo y de las preferencias culinarias de
su ex mujer, le habló de la filosofía del sindicato de choferes y de sus
simpatías por las políticas de extrema derecha. Todo entremezclado con un
carraspeo nervioso y sin una línea argumental coherente ni ordenamiento alguno.
Faustino no le prestó atención. Estaba preocupado, cuando el taxista no sé conformó
con monologar sino que empezó a bombardearlo con preguntas, le contestó con
gruñidos cortos y una expresión gélida que invitaba a cortar la comunicación. En
algún momento, sus ojos se cruzaron por el espejo retrovisor y la charla cesó
abruptamente. Siguió un silencio incómodo, pero solo duró unos minutos.
–¿Te sentís bien, pibe? –preguntó el taxista
y carraspeó de nuevo.
–No
maestro, me duele un poco el estómago.
–Bueno. Podemos
parar en una farmacia si querés…ejem… ahora salimos a Avenida Libertador y nos
fijamos…
Pero
Faustino lo cortó en seco, le dijo que no, que nada de farmacias y le pidió que
se apurase, que llegaba tarde al trabajo. A partir de ahí, su erección no hizo
más que empeorar, como la vez que probó con la pastilla, solo que mucho más
dolorosa y abultada. Se tocó disimuladamente, y lo que palpó lo alarmó. Su pene
se había hinchado de manera exagerada y con cada palpitación parecía seguir
creciendo. Bajó la vista y se encontró con un extraño panorama: una forma curva
y gruesa como un signo de interrogación que latía bajo la tela de sus
pantalones. En esos microsegundos que tarda el cerebro en hacer sus cálculos
más absurdos, Faustino pensó en morcillas, pensó en peces palo y anguilas
retorciéndose en un balde y pensó también en Rocco Siffredi, el actor porno que
lo había impresionado durante su temprana adolescencia.
Se bajó
en Cabildo y Monroe y le tiró dos billetes de cien al sorprendido taxista. Ni
siquiera había mirado el reloj que marcaba treinta y cinco pesos exactos, pero
tampoco le importó. Estaba a ocho cuadras de la oficina y lo único que le
importaba en ese momento era llegar a algún lugar tranquilo para poder hacer
una inspección de sus partes privadas. Además, le estaba empezando a doler de
verdad.
Caminó con
cierta dificultad, con la vista clavada en el suelo, e intentó cubrirse con el
portafolio, pero la erección había alcanzado un tamaño inusitado y sentía
debilidad en las piernas. A esa hora de la mañana, las veredas estaban
atestadas de gente, y a muchos no les pasó inadvertido el enorme bulto que
Faustino no alcanzaba del todo a cubrir. Eso y la convulsionada expresión de su
cara, le conferían el aspecto de un depravado sexual cien por ciento peligroso.
Algunos se quitaron de su camino con cara de asco, pero también empezó a recibir
miradas de miedo, exclamaciones de sorpresa y hasta amenazas.
Desesperado,
observó como la punta de su miembro rasgaba la tela de la bragueta y asomaba a
la luz del día como un Boy Scout saliendo alegremente de su carpa. El pene
había alcanzado el tamaño de un Setter Irlandés, uno al que hubieran rasurado,
cargado de anabólicos de acción instantánea y untado con ese aceite de alto
octanaje que usaban los fisicoculturistas en las competencias. La cabeza
parecía una fruta exótica en su punto justo de madurez, y en su bamboleo, arrojaba
una aureola de luz violácea que le confería toda la obscenidad posible a un cuadro,
ya de por sí, obsceno.
Faustino
reprimió un grito y dejó caer el maletín. Cuando lo hizo. Todas las personas
que se encontraban en un radio de veinte metros gritaron sin reprimirse. Hubo
algo de confusión, forcejeos, corridas, y un atolondrado peatón que intentó
cruzarse de vereda y fue golpeado por un camión de reparto.
Su pene
parecía haber cobrado vida. Se balanceaba arriba y abajo y ante cada
palpitación, crecía un poco más. Faustino lo tomó con ambas manos, con todas
sus fuerzas, intentando doblegarlo, pero le resultó inútil. Su cabeza empezó a
darle vueltas y sintió un martillazo de dolor en las sienes. Lo que le estaba
sucediendo se desarrollaba a una velocidad superior a su capacidad de
razonamiento, y se aferró a la idea de que estaba teniendo una pesadilla.
En ese
momento le cayó un mensaje en el celular.
Con expresión
vacua, extrajo el aparato de su bolsillo y leyó:
“Me harté d k m trates
como si fuera 1 mueble.
Quién t creés que sos?
Lo único k t imprta es tu
colección d discos y tu pija
de mierda. Matate”
Faustino
hizo una mueca. Acto seguido su pene se encabritó y sin previo aviso, arrojó
sobre su cara un grosero chorro de esperma. Sintió el líquido caliente en su
boca (que había adoptado la forma de una gran O de sorpresa), en sus fosas
nasales, en sus ojos. Era como la versión condicionada de Laurel y Hardy en una
guerra de pasteles.
Si
realmente se trataba de una pesadilla, era una de las buenas.
Cayó
sobre sus rodillas y vomitó. Luego se sacó la camisa y se limpió el rostro lo
mejor que pudo. No le gustó que en el interior de su cabeza, una risita histérica
hubiera empezado a embarullar sus aturdidos pensamientos.
Pasaron
algunos segundos donde no supo que sucedía. Podía verlo todo pero no
interpretarlo correctamente. Fue como si se hubiera quedado sordo o idiota. El
policía desmontó de su caballo y le gritó algo. Se acercó y se quedó mirándolo
muy serio. Se lo repitió por segunda vez. Era un hombretón recio, un Robocop de
cera con anteojos espejados, boca pequeña y una nariz demasiado varonil. Se
había cortado la perfecta hendidura rosada de su mentón al afeitarse. Detrás de
él, el caballo reflejaba la luz del sol desde un pelaje que parecía estar
envuelto en llamas. Era un hermoso animal. Levantó la cola y arrojó un manojo
de bosta humeante que hizo plop-plop-plop contra el pavimento.
Por algún
motivo, ese combo lo excitó. Faustino abrió la boca y pronunció algunas
palabras, pero no se entendió a sí mismo. Sin embargo, el policía pareció
entenderlo muy bien, ya que en dos sencillos movimientos, desenfundó un largo y
lustroso bastón de madera y se lo partió por la espalda con todas sus fuerzas.
El palazo
le hizo ver las estrellas. Se arqueó como un gato en una pelea callejera y
contraatacó. Mejor dicho, su pene contraatacó. No entendía bien como, pero de repente, su enorme miembro estaba
dotado de dientes, además de una inteligencia astuta para lanzar una estocada
perfecta y cruzada. Mordió con diminutos dientes de lamprea marina en el
antebrazo del policía. Que dejó de sostener el bastón de inmediato y comenzó a
aullar como un lobo de caricatura. La pose autoritaria y marcial se fue al
cuerno, dando paso a una especie de danza, que consistía en saltar sobre un pie
y luego sobre el otro. Sus lustradas botas de cuero brillaban con una belleza
pasmosa.
Faustino
observaba la escena con una sonrisa, se sentía como un espectador sentado en
primera fila, pero con la reacción de alguien que tiene una alta dosis de
barbitúricos en sangre.
Finalmente,
el falo dentado soltó el brazo del policía pero solo para lanzar una feroz mordida
en la yugular. Se quedó prendido del cuello como una serpiente amazónica y
realizó movimientos peristálticos de succión con un chup-chup bastante
desagradable. La sangre comenzó a brotar brillante y espesa por los bordes
violetas de la boca-uretra. El oficial emitió un gritito ahogado, se llevó las
dos manos a la garganta en un vano reflejo de detener el ataque, pero ya estaba
debilitado y pronto dejó caer sus brazos laxos e inertes al costado del cuerpo.
La fuerza del miembro mutante sostenía el cadáver erguido y lo hacía oscilar
casi en el aire, las puntas de sus pies rozaban apenas el suelo.
La
esquina de Cabildo y Monroe se había transformado en una masa confusa de gente;
curiosos y morbosos que observaban el espectáculo desde una distancia temerosa,
en sus caras, los gestos variaban entre la incredulidad y el horror.
El inhumano
miembro de Faustino escupió al policía y lanzó un rugido desafiante al gentío amontonado.
Ese sonido quedó registrado para siempre en la memoria de los testigos. Muchos
de los cuales, con el correr de los años, se volvieron adictos, alcohólicos, impotentes
sexuales, maridos golpeadores, esposas frígidas, linyeras apáticos y cosas peores.
Faustino
entendía que había perdido el control. Entendía que el control lo tenía esa
verga gigante y articulada salida de las fosas abismales. Pero por encima de
eso, no entendía nada más. Las secuencias que caían frente a sus ojos, eran
simples sumas de datos, formas y colores sin significado. Por su propio bien,
no estaba capacitado para procesarlas. Lejos, en la otra punta de su cuerpo,
otra clase de inteligencia lo eclipsaba. Lo último que observó con cierta
lucidez fue cómo su propio pene reptaba por la vereda a toda velocidad,
arrastrándolo. Observó cómo perseguía al caballo del policía muerto hasta
arrinconarlo en la ochava de Monroe y Cramer, y cómo penetraba por su brillante
culo, con la agilidad de una comadreja que entra por una madriguera.
Al ser
invadido, el caballo lanzó un alarido desgarrador y emprendió el galope, a
contramano y en dirección hacia la Avenida. Faustino fue rebotando contra sus
ancas como un muñeco de trapo. Los autos lanzaban bocinazos, chocaban entre sí,
se subían a las veredas, se llevaban por delante a los peatones.
Todo esto
sucedió a las 9:35 hs de la mañana de un viernes de Octubre que las emisoras de
radio habían augurado como perfecta y soleada.
El último
pensamiento de Faustino antes de apagarse por completo fue acerca de la agradable
cena que había compartido con Lupe el jueves por la noche. Habían buscado un
lindo restaurant en Recoleta para
festejar su aniversario. Cinco años de convivencia, no estaba nada mal para dos
descreídos del amor como ellos. Y la verdad era que las cosas no habían sido tan
difíciles como habían anunciado sus amigos. Más bien se podía decir que el
tiempo se había deslizado, deslizado, deslizado. Recordó también que su Nigiri
tenía un sabor rancio y que en el fondo de su corazón, amaba a Lupe pero odiaba
el sushi.
El
caballo corrió en línea recta, emitía gritos horribles y largaba espuma por la
boca. La gente se tapaba los oídos con las manos para no escucharlo. Dentro de
él, el despiadado martillo de carne siguió creciendo y acabó por partirlo
literalmente en dos. Se produjo una explosión de tripas y sangre en el medio de
la avenida, un ruido húmedo y definitivo que reemplazó su último relincho.
Lo que quedó allí, una masa retorcida y
sanguinolenta , había cambiado de forma y ya no tenía rastros de humanidad. El
cuerpo de Faustino había sido absorbido por la mole de carne, sepultado por las
redes de tendones y venas. El nuevo engendro se quedó quieto, pero debajo de él
se adivinaba una actividad febril. De
pronto, brotaron unas pálidas y viscosas patas como las de un axolotl y la
bestia se incorporó y comenzó a avanzar pesadamente en dirección Norte. A las
quince cuadras, ya media cuarenta metros de largo y cinco de alto. Embistió de
costado contra un colectivo de la línea 15 y lo hizo volcar por la entrada del
subterráneo.
Con sus
enormes y afilados dientes, destrozó vehículos y engulló a las personas que habían
quedado heridas o en estado de shock. Dos camionetas de gendarmería lo seguían
de cerca, disparaban con escopetas de grueso calibre sobre el cuero flexible,
pero no lograban hacerle ningún daño.
Al llegar
al túnel de la Avenida Libertador, el Falodonte cobró impulso y se arrojó hacia
adelante aplastando todo lo que encontró en su camino. Penetró en el túnel con
la furia de un tren pero se quedó atascado allí. Arremetió una y otra vez, y lo
que muchos creyeron que era la trampa perfecta para el monstruo, pronto se
descubrió que no lo era en absoluto.
Como una
broma de mal gusto, lo que parecía una trampa se reveló en realidad como una
absurda imitación del coito, la bestia empezó a frotarse contra las paredes de
cemento a un ritmo sostenido. Los testigos dijeron más tarde que esa fue la
imagen más horrible que habían visto en sus vidas. Cuando llegó al clímax, rugió
de placer y expulsó un río de esperma que inundó varias cuadras, arrastrando y ahogando
a transeúntes y conductores por igual, salpicando edificios y árboles y anegando
parques enteros. La marea blanca lo invadió todo, tapó las bocas de tormenta, derribó
postes de alumbrado eléctrico y dejó automóviles volcados y amontonados como si
fueran de juguete.
Luego del
colosal orgasmo, la criatura murió. Su muerte no fue espectacular ni nada digno
de recordar. Simplemente, pareció ajustarse a patrones más cercanos a la
naturaleza de un miembro viril masculino y se fue achicando poco a poco,
perdiendo volumen, desinflándose, hasta volver a su estado original. A las once
y cuarto de la mañana, Faustino era un cadáver más flotando en el líquido
espeso, con un pene de tamaño normal.
Unos días
después el río de semen fue saneado, pero su hedor perduró durante semanas, y
la gente del vecindario rebautizó al túnel “Estigia-Libertador”.
El cuerpo
de Faustino fue cremado en la base militar del Palomar. Sus cenizas fueron
esparcidas en secreto en algún lote baldío del Conurbano. Hasta el día de hoy,
su nombre es repudiado, su historia es sinónimo de tragedia nacional y todo el
mundo lo recuerda como un genocida cínico y sin remordimientos. Todos los hijos
que engendró con su marea reproductiva fueron abortados por el estado. La
campaña se llamó “Prevención Sanitaria Evita”
Se
desconoce el paradero de Lupe. Aunque muchos creen en el mito de una descomunal
flor carnívora que se arrastra por la selva misionera, que por las noches emite
una música misteriosa y que devora a todo aquel que se acerque atraído por su
encantador perfume.
Ariel S.Tenorio
18-10-2013
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