Jueves 11 junio.
Testimoniales: Cuando finalmente llega la bisagra.
El 9 de julio de 2006 resultó ser una apacible tarde de domingo, el sol brillaba, las aves migratorias migraban y los insectos caníbales se devoraban unos a otros. Solo por casualidad ese día también era el cumpleaños de mi cuñada, evento dado a festejarse por la tarde-tarde, donde se acentuaba la presencia de té, galletitas y torta de chocolate sin excluir la esperanza de alguna copita de guindado que mis suegros atesoraban generosamente en sus arcas licorarias. Perdido y manso en esas latitudes, recibo el llamado de un viejo amigo de trabajo invitándome a un partido de balón pie a unas pocas cuadras de mi casa.
Luego de reiteradas negativas de mi parte ( asumiendo que tengo tanta sangre futbolera como masa muscular un Maestro Yogui de la India ), fue tal vez mi novia la que me inclinó a aceptar alegando que había tiempo para todo y que un poco de ejercicio no podía perjudicarme.
Ingenuo yo. Inocente ella.
Acepté entonces, y mientras me calzaba unos ridículos pantalones cortos intentaba recordar como eran los movimientos básicos de ese misterio tan sagrado, ese ídolo de cuero redondo que era para unos lo que la calaverita de cristal para el elenco de Indiana Jones.
Llego a la carrera con el partido empezado y me meto en la cancha al grito de "¿para que lado pateo?"
y oportunamente la pelota se queda enredada en mis pies como un cachorro abandonado.
Caigo al suelo.
El pánico cede poco a poco.
El mismo juego lo obliga al menos pintado a pintarse.
Y entonces uno se pinta, o intenta pintarse bien pintado como un argentino echo y derecho, más zurdo que derecho en la sabiola, más derecho que zurdo en las patas. Torpe en todo el cuerpo, envestido en una especie de exoesqueleto no apto para cosas tan flexibles.
Los primeros cinco minutos fueron como la guerra de corea para mis pulmones ( apenas una semana atrás había renunciado a un feo hábito al que fui fiel por catorce años ) y mis piernas parecían gusanitos de gelatina. Recordé la última vez que había jugado a la pelota, y mi mente se remontó a Peñarol del Delta, partido inicial del torneo contra Club boca del Tigre, el DT me dió crédito como mediocampista pero para mi cerebro de mosquito de doce años, un mediocampista tenía que jugar de mojarrero, bien metido en el área chica, no correr demasiado, errar todos los pases, tirarla afuera, comerse goles de profecía, y entrar en off side cada vez que algun compañero iniciaba una jugada de peligro. Fue debut y despedida señores. Pero aprendí insultos que todavía recuerdo.
Ahora estaba otra vez en la arena romana, pero no como león sino como cristiano. Y como buen cristiano le pedí a Dios que me ayude.
A los veinte minutos de pesadilla, pareció que un ángel me quitaba un peso de encima y empezé a sentirme más liviano. Es lo que se llama cambiar el aire, me explicó la voz en off de mi propia desesperación. Me atreví con la gambeta y mi descaro funcionó, para sorpresa de todos, en una bizarra jugada quedo mano a mano con el arquero. La expectación convierte la escena en una secuencia de cámara lenta. Como cualquier profesional que se precie, cierro los ojos y pateo de puntín.
Muy a lo lejos, escucho a mis compañeros gritar la palabra Gooool!!.
Algunos me abrazan. Como el pibe de la película, yo solo veo gente muerta. Luego caigo en la cuenta de que el partido tiene vida propia, que es como un pulso, un torrente sanguíneo por donde trascurre la acción, y si uno se concentra lo suficiente puede adivinar por donde viene la jugada.
Me fui soltando, oh madre de todos los dioses. Mirenme, mirenme, estoy jugando, estoy jugando decentemente. Otra gambeta, otro gol. Dulce ambrosía. Esto es la gloria.
Como pude perdérmelo por tanto tiempo.
En donde tenía la cabeza?.
Y en esa cúspide de amor y revelación y gozo; sentí el golpe.
El gran hachazo.
Un dolor como nunca antes en la puta vida.
Mi tendón de aquiles ( ese mismo que convierte al simio en homo erectus ) se había cortado como si fuera el elástico de un calzoncillo viejo.
El resto es parte de otra historia.
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