3. Guayracá segundo
El río Luján reluce
como una cinta de cobre lustrado. Lo hace entrecerrar los ojos. A diferencia
del canal de aguas quietas en donde vive, acá el río es correntoso y está lleno
de brío. Un soplo de viento fresco barre la superficie por unos instantes, se
lleva el olor a barro y trae una sutil esencia de sauces, madreselvas y tierra húmeda.
En el centro del cauce el oleaje es más encrespado, como si el río contuviera
otro río. Lito endereza la piragua y la mantiene en línea paralela a estrictos seis
metros de la orilla. Remar es un acto que mantiene sus pensamientos encarrilados.
El equilibrio de la piragua es precario y requiere de su habilidad. El dolor en
la cara, punzante cuando inclina el torso hacia atrás, es un recordatorio de
que no todas las piezas del tablero están bajo su dominio. No está enojado con
su hermana. Se da cuenta de que la ha empujado más allá de lo tolerable. La
exhibición de ferocidad de Natalia, acaso sorpresiva, debería servirle de
aprendizaje. Nadie debería subestimar a una madre que defiende a su cría. Los
ojos desesperados y enloquecidos parecían dispuestos a todo. Incluso a matarlo
a golpes, ¿no? Pero se han marchado en un momento inoportuno. Aunque parezca
irónico, le preocupa lo que pueda pasarles ahora que no está él para
protegerlos.
Durante el trayecto,
el Capitán se mantiene con la cabeza erguida y en estado de alerta. No
pareciera escapársele ninguna sombra o silueta oculta entre los árboles. Siempre
asume esta postura de estatua cuando se sube al bote, como si el equilibrio de
la embarcación fuera un asunto de voluntad.
Subiendo siempre en
contra de la marea, por el margen izquierdo del río, Lito se pregunta que se
está cocinando alrededor de la casa grande. Lo que teme, no se atreve a conjurarlo.
Lo han obligado a participar en actos aberrantes, actos de los que prefiere
olvidarse. Y aún así, había en eso una cierta excusa ante su propia conciencia.
Lo que todo soldado se repite como un mantra para poder dormir por las noches. Eran
órdenes. Órdenes.
Lito sacude la
cabeza. Podría haber peleado. Muchos se plantaron sin importar los resultados.
Pero él es un miserable y un cobarde. Esa es la verdad. Incluso ahora, que se
está muriendo. El miedo a lo que puedan hacerle se convierte en una pelota en la
boca del estómago. Sabe que algo está mal. En ocasiones anteriores la información
y la preparación eran importantes. Le avisaban. Lo llamaban a reuniones para
explicarle lo que querían de él, casi como si fuera un actor con un guion muy
específico. Su habilidad servía para determinadas puestas en escena. Y nunca
estaba solo, había otros como él a los que se le pedían otras cosas. Los
especiales. Así los llamaban. Lito solía pensar que ellos estaban al menos
una categoría por encima de los pobres diablos a los que traían atados y encapuchados.
Ojalá hubiera nacido
con el don de la premonición para poder ganarles de mano. En una de esas
sesiones horrorosas conoció a una especial. Era una chica de no más de catorce
años que podía ver el futuro. Los milicos la usaban como oráculo ignorando que ella era algo más. También tenía la capacidad de comunicarse sin
mover los labios. “Es tiempo de arcanos mayores”, le había susurrado aquella
vez dentro de su mente y Lito creyó que se estaba volviendo loco. “Uno de ellos
es Azazel, el oscuro… el otro está oculto todavía. No tengas miedo, Lito. Aunque
tengas poco tiempo, los vas a conocer. El orden será restituido, tarde o
temprano”. Lito la miró con los ojos grandes. Había querido profundizar en los
detalles, pero se la llevaron rápido.
Al pasar por la
desembocadura del canal Villanueva, el sol del mediodía está en su punto más
alto. La camisa empapada se le pega al cuerpo y el pelo de la frente se le cae
permanentemente encima de los ojos. Lito resopla con disgusto. Deja correr la
piragua a merced de la inercia para pegarle un trago a la botella. Los sonidos
del pueblo le llegan amortiguados y esporádicos. Un motor diésel traqueteando
en la doce de octubre. Los martillazos de los municipales armando una
estructura de madera en la otra punta del canal, por la fiesta patronal. La
carambola de ladridos vagos y repetitivos a los que Capitán no hace caso. La
vida en el pueblo es distinta que en la isla. Más monótona, más liviana. Pero
por algo se fue. O lo fueron. Estaba demasiado expuesto a los rumores y
comentarios. Lo único que extraña Lito es la costumbre de ir a tomarse unos
vinos al buffet del Club Peñarol del delta o a la sociedad de fomento de la
Ñata. A veces se quedaba hasta la noche hablando de futbol con el viejo Vicente
y el Sordo o jugaba al truco con Don García y los hermanos Iturre por una
ginebra o una Legui. Borrachos, habitantes del ocaso, parroquianos que venían a
comulgar un rato con sus propios fantasmas. Era agradable estar ahí,
compartiendo historias con ellos. Pero él sabe que esos días han pasado, han
trasmutado en una debacle que se lo llevará puesto. Ya no tiene la libertad, ni
el tiempo, ni la salud para hacer lo que se le cante.
Una lancha con motor se
acerca. Antes de cruzarse con él, aminora la marcha para que la oleada no lo
sacuda. El marinero, un tipo de cara roja y anteojos oscuros, lo saluda con una
inclinación de cabeza antes de acelerar. Lito se da vuelta para leer el nombre
de la embarcación: Liebre II. A pesar de todo, la piragua se hamaca y se
inclina hacia los lados. El perro se aplasta contra el fondo, con mirada de
preocupación. Cuando cede el movimiento, olfatea el aire y lanza un solitario
ladrido con el hocico apuntando al cielo. No hay ni una sola nube.
—No pasa nada,
chamigo.
A los veinte minutos
se arriman a la desembocadura del Guayracá segundo. La corriente es menos
fuerte en el canal angosto y facilita la
tarea de remar. La techumbre de árboles ofrece una protección del sol, pero
Lito apenas nota la diferencia. La sensación de que algo horrible se avecina es
tan grande que siente como si pesados cables de acero encastraran sus vertebras
unas con otras.
Avanzan con el sonido
de los remos empujando el agua y las notas de los benteveos y zorzales en los
árboles cercanos. A lo largo del río, durante los quinientos metros que separan
el Luján de la casa de Greco, no hay casi señales de civilización. La única vivienda
es un rancho con techo a dos aguas abandonado hace años. El corredor se ha
desmoronado dentro del agua y el resto de la construcción parece un acordeón
haciendo equilibrio sobre el terraplén. Las maderas desgastadas han adquirido
un color negruzco y unas garzas blancas contrastan sobrenaturalmente en la
baranda irregular.
El Capitán olfatea el
aire nervioso y lo mira a Lito como corroborando que no se ha vuelto loco.
—Tenemos que ir —dice
Lito —. No queda otra.
El perro gime y
vuelve la cabeza hacia el frente.
Cien metros más
adelante, en un recodo donde el cauce se estrecha, pasan silenciosos bajo una
maraña de ramas de alcanfor que han sido cooptadas por una inmensa santa Rita.
El efecto de arcada es el de una glorieta natural pero el túnel sobre el agua
es tan sombrío que las flores coloridas no alcanzan a disipar la aprensión. Cualquier
bicho podría ocultarse en ese matorral. Cualquier cosa podría saltarles encima.
A medida que se acercan al muelle desvencijado
de la casa de Greco, el Capitán se pone más y más tenso. Lito no sabe
exactamente con qué se va a encontrar pero le parece ineludible seguir sus
instintos.
Antes de tocar el
muelle, Capitán toma impulso y salta directamente a la escalera. Corre con el
pelo erizado por el caminito que conduce al rancho sin hacer caso a las órdenes
de Lito.
—¡La puta que te
parió!... ¡Capitán!
Cualquier intento de
discreción está perdido. Lito enlaza la piragua al muelle y se dirige hacia el
rancho con paso cansino.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario