1 de febrero de 1970.
Estrella del Norte.
—¿Vos cómo te llamas, querida?
La pregunta la sacó de un sopor de horas. El muchacho
sonreía como si alguien le hubiese contado un chiste muy gracioso. Catalina lo
miró y enseguida giró la cabeza hacia a sus padres. Un acto reflejo de
obediencia. Le habían dicho mil veces que no debía hablar con extraños, aunque
éste en particular no parecía peligroso. Le hubiera bastado sondearlo un poco
para saber más de él, pero había prometido no volver a hacerlo. Además, no
necesitaba escarbar. El pasajero no tenía pinta de ladrón, ni de degenerado. No
entraba en el rango de personas que la ponían alerta. Catalina observó a sus
padres y sintió una punzada de vergüenza por ellos. No le gustaba verlos así, con
las cabezas inclinadas sobre el pecho, roncando y hamacándose al compás del
traqueteo. Parecían dos borrachos. Dos opas de la provincia. Su tío Ernesto
también viajaba con ellos, pero estaba dos vagones más atrás y sería ridículo ir
a pedirle permiso a él. La chica levantó la vista y miró al hombre directo a la
cara, sin pudor. No se acordaba en qué momento se había subido, pero seguro que
no en Tucumán. A lo mejor en Santa Fe, mientras ella dormía. Había tenido
tiempo de sobra para mirarlo de reojo durante aquel viaje interminable. Un
hombre joven de pelo castaño claro, con una barba cobriza que enmarcaba unos
labios gruesos. Con unos pocos kilos de más. Atildado. Blanco como una torcaza.
No diría que era lindo, pero sí interesante. Se notaba que era confianzudo,
además; en un momento de la tarde quiso entablar conversación con su padre sin
obtener más que monosílabos y miradas torvas. Su viejo desconfiaba de
cualquiera que tuviera menos de veinticinco y no fuera de su propio barrio. Y
éste encima tenía pinta de hippie. En el anular y el meñique de la mano
izquierda llevaba unos anillos negros. Tenía aritos de argolla en ambas orejas
y. cuando se movía, un medallón plateado se balanceaba entre los pliegues de la
camisa como el péndulo de un reloj. La ropa era discreta, salvo por las
sandalias de cuero como las que usaban los franciscanos. Se adivinaba una
inclinación hacia lo estrafalario, aunque contenido. Porteño, seguro.
—Me llamo Catalina —contestó
ella en un tono lo suficientemente
alto como para que se entendiera, pero no tanto como para
alertar a su madre.
—¿ Y vos?
—Marcos —respondió él en el mismo tono—, aunque mis
amigos me dicen “el loco Marcos”. No amagó con extenderle la mano, pero inclinó
la cabeza a modo de saludo. Sus ojos castaños tenían algo especial: estaban
salpicados de borrones ocres como los de un felino. «Si tuviera la nariz más
angosta se parecería al Jesús del sagrado corazón» pensó Catalina. «O por lo
menos, a uno de los apóstoles… Lucas o Judas Tadeo…»
Él buscó dentro del bolso de lona y sacó una botellita
de agua mineral. Desenroscó la tapa con dedos rápidos y bebió tres sorbos.
—Hace calor, ¿no?... ¿Queres?
Ella negó con la cabeza.
—¿Y por qué te dicen “el Loco”?
Marcos guardó la botella de agua dentro del bolso y lo
cerró con un rápido movimiento del cierre. Le sonrió con toda la cara y levantó
una ceja. Catalina recapituló su dictamen. Ahora sí le parecía lindo. Tenía un
tic que le hacía mover la comisura izquierda hacia arriba, un temblor casi
imperceptible.
—¿Por qué será?
—No sé, capaz te escapaste de algún manicomio.
—No. Nada tan dramático. Tengo ideas radicales pero no
soy un loco literal.
—¿Qué es literal?
—Literal: quiere decir que se alinea exactamente al sentido
de las palabras.
Catalina frunció la cara.
—No sé si entiendo.
—A ver…¿Viste Gardel? ¿Cómo le dicen a Gardel?
—¿El cantante de tango?
—Sí.
—No sé cómo le dicen.
—Seguro que sabes.
—¿El zorzal criollo?
—Exacto. Si fuera literal, Gardel sería un pájaro. Un
zorzal gigante.
—Qué estupidez. También le decían el mudo.
—¿Y era mudo?
—No.
—Porque lo decían en sentido figurado. Si fuera
literal…
—Nunca se hubiera hecho famoso.
—Ahí tenés.
Catalina reflexionó unos instantes mientras el tren
cruzaba la noche a toda velocidad.
Marcos sonrió y miró por la ventanilla. Oscuras masas
de árboles se anteponían a oscuras masas de nubes. No se veían luces ni
estrellas. El calor sofocante traería tormenta. Algo enorme estaba a punto de
suceder.
—¿Qué miras tanto? Está todo negro ahí afuera.
—Y va a estar más negro.
—¿Qué querés decir?
—Tené paciencia.
—Nunca tengo paciencia. Mi mamá dice que tengo que
aprender… ¿Por qué usas aritos?
—Porque parece que a mis orejas le gustan.
—Qué pavada…¿Vos sos de Buenos Aires, no?
—Ya me hiciste demasiadas preguntas. Ahora me toca a
mí.
Catalina cambió de postura. Apoyó ambas manos sobre las
rodillas y se inclinó un poco hacia adelante.
—Bueno, preguntá.
Sin sacar la vista de la ventanilla, Marcos trazó un
círculo con el dedo sobre el vidrio, una marca apenas visible. Adentro del
círculo, el vidrio comenzó a empañarse. A ella le llamó la atención el truco,
pero se mordió los labios antes de volver a preguntar.
—¿Vos sos creyente?
—Sí… claro. Mi familia es católica. En Tafí del Valle
iba a catequesis todos los sábados, hasta que surgió lo de la mudanza. La
hermana Mónica me dijo que no me preocupara por no poder tomar la primera
comunión ahí, que una vez que mi papá estuviera asentado podía retomar en cualquier
iglesia del barrio…
Marcos giró la cabeza y la miró con seriedad.
—No. Estás evadiendo. La pregunta era: vos, Catalina,
¿creés en la existencia de Dios?
—Sí… Sí que creo.
—¿Y cómo sabes que creés?
—No entiendo tu pregunta.
—Quiero decir: cómo sabes que de verdad creés en Dios y
no es una imposición de ideas que te metieron en la cabeza tus padres, las
hermanas que te daban catequesis, la cultura católica de tu ciudad. Cómo sabes
que no es un cuento de hadas o una psicosis en masa.
Catalina se quedó meditando un momento. En la
catequesis nunca se cuestionaba la fe. Recordó unas palabras que le habían
leído de la madre Teresa de Calcuta y que podía usar para salir del paso. Más
tarde, cuando estuviera sola y tranquila, pensaría con más profundidad en la
inquietud que le habían sembrado.
—A lo mejor, porque la creencia no necesita pruebas. Es
algo que se siente. Yo lo siento acá —se señaló el pecho—. Es una sensación literal.
Marcos sonrió con toda la cara.
—No estoy seguro de que esté bien aplicado, pero es
válido. No vine acá para refutar creyentes. Ahora sí, te toca a vos ¿qué me
habías preguntado?
—Te pregunté si sos de Buenos Aires.
—Ah, no. Soy de un pueblucho deprimente de la provincia
de Buenos Aires ¿Entendés la diferencia? ¿Importa que te diga el nombre?
Catalina se encogió de hombros. La conversación había abierto
las compuertas de una curiosidad insistente. Sentía la compulsión por averiguar
cosas, pero no sabía bien como preguntar.
—¿Y ese medallón?
Marcos le clavó la vista y su sonrisa titubeó. El tic
se manifestó por breves segundos. Por un momento a Catalina le pareció que
tenía más edad de la que aparentaba.
—¿Qué pasa con el medallón?
—¿Me lo mostrás?
Marcos se inclinó hacia adelante y extrajo la medalla
para que Catalina pudiera verla. En el anverso había un santo sosteniendo una
cruz con la mano derecha y un libro con la mano izquierda. La imagen estaba
rodeada de inscripciones en latín. En el reverso había una cruz repleta de
siglas que a Catalina se le antojaron arbitrarias.
—¿Qué es?
—Un San Benito.
—Pensé que no creías en Dios.
—Y pensaste bien. Los cristianos le dan un sentido a esta
medalla. Yo lo doy otro completamente distinto.
—Me tendrías que explicar los dos.
Marcos negó con la cabeza.
—No tenemos tiempo, querida.
Catalina lo miró sin comprender.
—Falta como una hora para llegar a Retiro.
—La primera revelación de la noche es que no nunca hay
que dar el tiempo por sentado. ¿Queres oír algo increíble?
—Sí. ¿Me vas a contar una historia?
—No. Te voy a explicar por qué estamos acá, vos y yo.
Catalina soltó
una risita. Ahora entendía por qué le decían el Loco. La situación no dejaba de
ser divertida.
—Soy toda oídos.
—Esta noche va a ocurrir un milagro. No un milagro de
Dios. Un milagro de poder. Hay que pensarlo en términos de causa y efecto. Lo
que vamos a presenciar es un fenómeno similar a una reacción en cadena. Para
llegar al apogeo se necesita que miles de engranajes trabajen coordinados en
tiempo y espacio.
—Veo que te gusta hablar de cosas raras.
Marcos se acarició la barba y suspiró.
—Recién dijiste que la creencia no necesitaba pruebas.
Pero que tal si te doy una prueba inmensa. Una que no deje lugar a dudas.
Su mirada brillaba con una luz nueva que a Catalina le
dio escalofríos.
—¿Para convencerme de qué? ¿De qué vos sos Dios?
—No. No exactamente.
—No me gusta esta conversación.
—Yo no soy más que una parte…
—¿Una parte de qué?
—Me pasé toda la vida buscando a otro como yo. Un clase
uno. Me hicieron creer que era imposible pero yo sabía. Lo sentía acá, igual
que vos… Anduve por Estados Unidos, por Europa, por Asia, y todo el tiempo
estuviste a la vuelta de la esquina. No sabes lo feliz que me hizo encontrarte.
Al principio tuve miedo, dudas… no quería acercarme… pero es que el potencial
que generamos es tan extraordinario…
Una sensación desagradable creció dentro del estómago
de la chica. Tal vez había juzgado mal a la persona que tenía enfrente. Se
arrepintió de no haberlo sondeado desde un principio.
—Voy a despertar a mamá…
Marcos interceptó
su muñeca y frenó el movimiento. El contacto frío de la mano le generó una
corriente eléctrica en el cuerpo. Acercó su cara a la de ella.
—No, Catalina. Hagamos las cosas bien. Tenés que
escucharme para entender lo que va a pasar.
—Soltame.
—Vos sos el combustible y yo el fósforo… y lo que vamos
a hacer es prender fuego el mundo. Cuando dos como nosotros se juntan…
—¡Soltame!
El grito, agudo y lleno angustia, no pareció surtir
efecto en el plano físico. Catalina sintió que gritaba abajo del agua. La voz
quedó suprimida. Sus padres, que estaban a escasos centímetros de ella,
siguieron durmiendo como si nada ocurriera. Por la ventanilla zigzaguearon las
luces de una pequeña estación. El cartel repleto de consonantes se desdibujó en
el resplandor. El tren continuó su marcha sin detenerse.
Los ojos de Marcos parecían irradiar un fuego de locura
apocalíptica.
—No pueden escucharte —dijo él, y el tic volvió a
parpadear en la comisura de la boca— todo el vagón está bajo el influjo del
sueño.
La presión que ejercía la mano sobre la muñeca de
Catalina aumentó. Los huesitos eran frágiles y podían romperse si aquel loco
seguía apretando.
—¡Ay!
—Escúchame, carajo. No hay tiempo de jugar al no te
creo. Si haces un poco de memoria te vas a dar cuenta que te digo la verdad.
—¡Basta!
—¿Tuviste una infancia normal? ¿Vos te consideras una
chica normal, María Catalina Cuello?
Las palabras la dejaron helada.
No había tenido una infancia normal. No era una chica
normal. Jamás lo había sido. Lo que sus padres sabían, lo que había provocado
la precipitada mudanza, era sólo la punta del iceberg. Visiones y sueños
increíblemente nítidos la asaltaban cada vez con mayor frecuencia. Desde que
tenía memoria, podía ofuscar la mente de otras personas. Era un don natural. Tanteaba en la corteza cerebral de la gente
con tanta facilidad como si tocara una fruta. A veces ocasionaba una suerte de
amnesia selectiva, a veces podía “ver” las imágenes que formaban los
pensamientos ajenos. Incluso podía lastimar a otros implantando ideas extrañas.
Eran habilidades con las que ya no se atrevía a jugar. Había aprendido de mala
manera que su intervención acarreaba consecuencias. Y que había cosas peores
que una mente en blanco. El suicidio de su amiga Viviana durante la pasada
navidad había sido un golpe de realidad. Los hechos se habían desencadenado sin
que pudiera detenerlos. Eran como piedras echadas a rodar por un cerro. Nadie
en el valle había sospechado nada, pero ella sabía quién había empujado la
primera piedra.
Advirtió que la presión en la muñeca disminuía. Marcos
había visto la transformación en su cara a medida que comprendía y ya no se
preocupaba en aferrarla con fuerza. Aunque no la soltó.
Con los ojos llenos de lágrimas, Catalina arremetió
contra él. No con el cuerpo, sino con su arma más afilada: la voluntad. Clavó unas
afiladas uñas de acero en la membrana sensible que envolvía las emociones de
Marcos y desgarró sin piedad. Una pulpa en carne viva latió y se desangró sin
resistencia. La intención de daño era tan fuerte que la hizo sentir mareada.
Nunca había atacado a nadie con ese ímpetu. Al mismo tiempo observó los ojos de
Marcos. La mirada impávida parecía haber previsto ese ataque en su contra. En
todo caso, no acusó recibo. Cualquier otra persona se hubiera derrumbado, con
los nervios destrozados, con la psiquis irremediablemente dañada, pero nada de
eso pasó.
—¿Terminaste? —preguntó con impaciencia.
Entonces Catalina entendió. Lo que ella creía que era
el núcleo sensible de su contrincante, era en realidad una fachada. Un
cazabobos, como decía a veces su padre, puesto ahí para engañarla. Por unos
breves segundos se le permitió atisbar detrás del telón, las imágenes que
componían la verdadera mentalidad del monstruo. Vio con espanto y asco un
paisaje que ya había visto en sus sueños. Un lugar que había atribuido a los
hervores del subconsciente y sus engranajes de pesadilla, pero que ahora se
revelaba como real. Un desierto de arenas blancas se perdía entre lejanas
estribaciones rocosas. Los cadáveres se contaban por miles. Hasta donde
alcanzaba la vista había cuerpos acomodados en diferentes posturas como
grotescas obras de arte. Diferentes partes humanas en descomposición habían
sido colocadas como piezas ornamentales, con los huesos sobresaliendo, con
tendones formando atados y ramos. Entre las mórbidas filas y callejuelas había canteros
confeccionados con cráneos y fémures. Las avenidas convergían alrededor de
inmensos monumentos formados por cadáveres incrustados en mármol y fuentes de
sangre que cargaban el aire con un olor metálico. Los moscardones y las ratas
pululaban entre la carne en un festín multitudinario. Catalina se estremeció de
horror. De pronto, la visión le permitió ver desde otro ángulo. El ordenamiento
de los muertos obedecía a figuras geométricas similares a mandalas, que a su
vez formaban intrincados laberintos. Los pellejos lívidos estaban iluminados
por la fosforescencia de una luna llena similar a un ojo en medio de un cielo bordeux
satinado como un coágulo.
Cuando ella gritó, el ojo que era la luna parpadeó y giró
en una colosal cuenca de nubes, posando la vista en ella. Cuerpos blancos
desnudos sobre la baja tierra húmeda y huesos arrojados en un seco y bajo
desván, entrechocados sólo por las ratas, años tras año. La voz que recitaba
era grave y parecía brotar de las entrañas de la tierra. Catalina creyó
enloquecer. Antes de que la visión se cerrara, entendió con total precisión que
aquel muchacho atractivo que se hacía llamar Marcos, el joven simpático con
manos de artesano y sonrisa sincera que no le había despertado sospechas, era
en realidad un heraldo de la muerte.
Otra vez en el tren, permanecieron uno frente a otro,
como dos jugadores de ajedrez.
—Ahora vamos a hablar del futuro —dijo Marcos, sin
inflexiones en la voz .—Mejor dicho; como vamos a participar en él.
Pero Catalina ya lo había visto. Era una imagen que
había robado de su mente sin que él lo advirtiera. Una gran tragedia estaba a
punto de desencadenarse. Faltaban pocos minutos. Entre Benavidez y Pacheco,
otra formación se había detenido por un desperfecto mecánico. “El Zarateño”,
repleto de pasajeros, aguardaba en la oscuridad del campo, unos kilómetros más
adelante. Las almas inocentes que viajaban en él se inquietaban por la demora
sin saber lo que se aproximaba ¿Cuánto tiempo quedaba?
—Futuro cercano —dijo ella —, no te voy a permitir
hacer eso. Queres que se mueran todos.
Marcos le soltó del todo la muñeca.
—Sentate ahí. Y a ver si entendés: yo sólo no voy a
hacer nada… Es la sumatoria de nuestras fuerzas la que va a actuar esta noche.
—¡Asesino!
Catalina se aferró a la única posibilidad que se le
cruzó por la cabeza. Rezó con todas sus fuerzas para que no la descubriera.
—Esa es una palabra muy manoseada…
—Explicame por qué…
Marcos entrecerró los ojos.
—Eso ya lo sabés.
—No, no lo sé.
La luces de un pueblo zigzaguearon en la oscuridad. Fue
un chispazo fugaz. Estación Benavidez. En el último tramo la Estrella del Norte
cobraba velocidad como un rápido, sin detenerse hasta la estación Retiro.
—Los sueños —dijo Marcos —En los sueños está Él.
—¿Quién?
En su mente, sacudió la consciencia de su tío Ernesto y
le insertó una voz de urgencia. Un pedido de auxilio visible y claro como un
cartel luminoso.
—El señor de la casa. El hierofante… Pronto lo verás.
Marcos parecía haber caído en un estado de meditación
profunda. Su mirada no estaba del todo enfocada. Junto a su cara, el vidrio
dónde había trazado un círculo con el dedo estaba totalmente empañado.
—Estás loco. Tenés que parar esto ya.
—Vos tenés que dejar de oponer resistencia. Ya es un
hecho, querida. Simbiosis y trascendencia. Está escrito en el libro del Sol.
Catalina calculó que quedaban dos o tres minutos para
la colisión. No quería desesperarse pero sentía que todas sus células pedían a
gritos salir de ahí. Pensó en sus padres y en su tío. Pensó en todas las vidas
que se perderían sin remedio y en las esferas inmensas de dolor que provocarían
esas pérdidas. Al borde de la histeria, propuso:
—¿Y si empezamos de cero? Dijiste que había mucho que
aprender. ¿Cómo podríamos aprender algo si nos vamos a morir? Yo podría ser tu
discípula y…
El cachetazo le cruzó la cara. Sintió el ardor en la
mejilla como una marea de sangre. Las lágrimas volvieron a aparecer y se
derramaron sin freno. A su lado, su madre roncaba apaciblemente, ajena a todos
los males que asolaban la tierra.
«Mamá…» pero no podía alcanzarla. Ni a ella ni a su
padre. Tal como él había dicho, todo el vagón estaba sumido en un trance de
sueño inducido. Las cabezas se ladeaban de un lado al otro al compás del
movimiento del tren. Parecían marionetas de madera colgadas de un palo.
Marcos la amenazó con el puño.
—No te lo voy a repetir de nuevo. No somos maestro y
alumna… Somos el Alfa y el Omega en plena ejecución de un plan ancestral. ¿Morirnos?
¡Las Divinidades no se mueren!
Su Tío Ernesto cruzó por delante de ella como una
exhalación.
La trompada fue directa a la nariz de Marcos. Un golpe
seco, corto. Catalina oyó el crack del hueso y enseguida apareció la sangre.
Su tío había empezado a gritar algo. Pero el bocinazo
del maquinista, se robó todos los sonidos del aire. Marcos se pasó el dorso de
la mano por la nariz y le sonrió a Ernesto con una mueca espantosa.
Catalina no pudo oír lo que dijo, pero le leyó los
labios.
—Nos vemos.
Los frenos chirriaron profundo en los tímpanos.
Después el mundo se volvió blanco, ingrávido.
Ernesto desapareció.
El tiempo se descarriló con un estruendo infernal de
acero y vidrio y madera.
Dentro de la explosión, el fuego era rojo.
La sangre, el calor y los huesos, también eran rojos.
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