23.2.21

LA CASA DEL JACARANDÁ

 

3. Guayracá segundo


 

 

El río Luján reluce como una cinta de cobre lustrado. Lo hace entrecerrar los ojos. A diferencia del canal de aguas quietas en donde vive, acá el río es correntoso y está lleno de brío. Un soplo de viento fresco barre la superficie por unos instantes, se lleva el olor a barro y trae una sutil esencia de sauces, madreselvas y tierra húmeda. En el centro del cauce el oleaje es más encrespado, como si el río contuviera otro río. Lito endereza la piragua y la mantiene en línea paralela a estrictos seis metros de la orilla. Remar es un acto que mantiene sus pensamientos encarrilados. El equilibrio de la piragua es precario y requiere de su habilidad. El dolor en la cara, punzante cuando inclina el torso hacia atrás, es un recordatorio de que no todas las piezas del tablero están bajo su dominio. No está enojado con su hermana. Se da cuenta de que la ha empujado más allá de lo tolerable. La exhibición de ferocidad de Natalia, acaso sorpresiva, debería servirle de aprendizaje. Nadie debería subestimar a una madre que defiende a su cría. Los ojos desesperados y enloquecidos parecían dispuestos a todo. Incluso a matarlo a golpes, ¿no? Pero se han marchado en un momento inoportuno. Aunque parezca irónico, le preocupa lo que pueda pasarles ahora que no está él para protegerlos.

Durante el trayecto, el Capitán se mantiene con la cabeza erguida y en estado de alerta. No pareciera escapársele ninguna sombra o silueta oculta entre los árboles. Siempre asume esta postura de estatua cuando se sube al bote, como si el equilibrio de la embarcación fuera un asunto de voluntad.

Subiendo siempre en contra de la marea, por el margen izquierdo del río, Lito se pregunta que se está cocinando alrededor de la casa grande. Lo que teme, no se atreve a conjurarlo. Lo han obligado a participar en actos aberrantes, actos de los que prefiere olvidarse. Y aún así, había en eso una cierta excusa ante su propia conciencia. Lo que todo soldado se repite como un mantra para poder dormir por las noches. Eran órdenes. Órdenes.

Lito sacude la cabeza. Podría haber peleado. Muchos se plantaron sin importar los resultados. Pero él es un miserable y un cobarde. Esa es la verdad. Incluso ahora, que se está muriendo. El miedo a lo que puedan hacerle se convierte en una pelota en la boca del estómago. Sabe que algo está mal. En ocasiones anteriores la información y la preparación eran importantes. Le avisaban. Lo llamaban a reuniones para explicarle lo que querían de él, casi como si fuera un actor con un guion muy específico. Su habilidad servía para determinadas puestas en escena. Y nunca estaba solo, había otros como él a los que se le pedían otras cosas. Los especiales. Así los llamaban. Lito solía pensar que ellos estaban al menos una categoría por encima de los pobres diablos a los que traían atados y encapuchados.

Ojalá hubiera nacido con el don de la premonición para poder ganarles de mano. En una de esas sesiones horrorosas conoció a una especial. Era una chica de no más de catorce años que podía ver el futuro. Los milicos la usaban como oráculo ignorando que ella era algo más. También tenía la capacidad de comunicarse sin mover los labios. “Es tiempo de arcanos mayores”, le había susurrado aquella vez dentro de su mente y Lito creyó que se estaba volviendo loco. “Uno de ellos es Azazel, el oscuro… el otro está oculto todavía. No tengas miedo, Lito. Aunque tengas poco tiempo, los vas a conocer. El orden será restituido, tarde o temprano”. Lito la miró con los ojos grandes. Había querido profundizar en los detalles, pero se la llevaron rápido.

Al pasar por la desembocadura del canal Villanueva, el sol del mediodía está en su punto más alto. La camisa empapada se le pega al cuerpo y el pelo de la frente se le cae permanentemente encima de los ojos. Lito resopla con disgusto. Deja correr la piragua a merced de la inercia para pegarle un trago a la botella. Los sonidos del pueblo le llegan amortiguados y esporádicos. Un motor diésel traqueteando en la doce de octubre. Los martillazos de los municipales armando una estructura de madera en la otra punta del canal, por la fiesta patronal. La carambola de ladridos vagos y repetitivos a los que Capitán no hace caso. La vida en el pueblo es distinta que en la isla. Más monótona, más liviana. Pero por algo se fue. O lo fueron. Estaba demasiado expuesto a los rumores y comentarios. Lo único que extraña Lito es la costumbre de ir a tomarse unos vinos al buffet del Club Peñarol del delta o a la sociedad de fomento de la Ñata. A veces se quedaba hasta la noche hablando de futbol con el viejo Vicente y el Sordo o jugaba al truco con Don García y los hermanos Iturre por una ginebra o una Legui. Borrachos, habitantes del ocaso, parroquianos que venían a comulgar un rato con sus propios fantasmas. Era agradable estar ahí, compartiendo historias con ellos. Pero él sabe que esos días han pasado, han trasmutado en una debacle que se lo llevará puesto. Ya no tiene la libertad, ni el tiempo, ni la salud para hacer lo que se le cante.

Una lancha con motor se acerca. Antes de cruzarse con él, aminora la marcha para que la oleada no lo sacuda. El marinero, un tipo de cara roja y anteojos oscuros, lo saluda con una inclinación de cabeza antes de acelerar. Lito se da vuelta para leer el nombre de la embarcación: Liebre II. A pesar de todo, la piragua se hamaca y se inclina hacia los lados. El perro se aplasta contra el fondo, con mirada de preocupación. Cuando cede el movimiento, olfatea el aire y lanza un solitario ladrido con el hocico apuntando al cielo. No hay ni una sola nube.

—No pasa nada, chamigo.

A los veinte minutos se arriman a la desembocadura del Guayracá segundo. La corriente es menos fuerte en el canal angosto y  facilita la tarea de remar. La techumbre de árboles ofrece una protección del sol, pero Lito apenas nota la diferencia. La sensación de que algo horrible se avecina es tan grande que siente como si pesados cables de acero encastraran sus vertebras unas con otras.

Avanzan con el sonido de los remos empujando el agua y las notas de los benteveos y zorzales en los árboles cercanos. A lo largo del río, durante los quinientos metros que separan el Luján de la casa de Greco, no hay casi señales de civilización. La única vivienda es un rancho con techo a dos aguas abandonado hace años. El corredor se ha desmoronado dentro del agua y el resto de la construcción parece un acordeón haciendo equilibrio sobre el terraplén. Las maderas desgastadas han adquirido un color negruzco y unas garzas blancas contrastan sobrenaturalmente en la baranda irregular.

El Capitán olfatea el aire nervioso y lo mira a Lito como corroborando que no se ha vuelto loco.

—Tenemos que ir —dice Lito —. No queda otra.

El perro gime y vuelve la cabeza hacia el frente.

Cien metros más adelante, en un recodo donde el cauce se estrecha, pasan silenciosos bajo una maraña de ramas de alcanfor que han sido cooptadas por una inmensa santa Rita. El efecto de arcada es el de una glorieta natural pero el túnel sobre el agua es tan sombrío que las flores coloridas no alcanzan a disipar la aprensión. Cualquier bicho podría ocultarse en ese matorral. Cualquier cosa podría saltarles encima.

 A medida que se acercan al muelle desvencijado de la casa de Greco, el Capitán se pone más y más tenso. Lito no sabe exactamente con qué se va a encontrar pero le parece ineludible seguir sus instintos.

Antes de tocar el muelle, Capitán toma impulso y salta directamente a la escalera. Corre con el pelo erizado por el caminito que conduce al rancho sin hacer caso a las órdenes de Lito.

—¡La puta que te parió!... ¡Capitán!

Cualquier intento de discreción está perdido. Lito enlaza la piragua al muelle y se dirige hacia el rancho con paso cansino.

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